19 de diciembre de 2007

el apodo*

Nombre y apellido. Título de cualquier documento a completar, primer identificativo de cualquier ser humano (y fundamental). Descripción individualista de las personas, que por más que se repita, nos convierte en serer únicos e irrepetibles. Y esa estúpida necesidad humana de no utilizarlo.
Nacemos, y apenas nos ve cualquier persona, sea en esa cuna de plástico, en los brazos de nuestra madre o en una incubadora, empiezan con el famoso "¡Ay cuchi cuchi, qué bonito/a que es!¡Bomboncito!". Eh, no. Mis papás se tomaron no sé cuánto tiempo de pensar un nombre, y ustedes en 20 segundos destruyen todo ese trabajo.
Ni hablar de cuando entramos a la verdadera sociedad: el jardín de infantes. Siempre se repiten los primeros nombres entre los alumnos, así que nada más fácil que decir : "Bueno, entonces a vos te decimos Mati y a vos Matute". Y ahí perdimos, porque dejamos de ser Matías, Paula, Federico o Eudelio, para ser Matu, Pauchi, Fedito o Eude. Por lo menos, son diminutivos, tenemos todavía la posibilidad de retomar nuestros orígenes.
Y entonces, cuando nos estamos acostumbrando a estos apodos/semi nombres, entramos a la primaria, donde el nombre se transforma en un insulto casi, porque todos sabemos que si una maestra utiliza nuestro nombre completo, estamos en problemas. Y los amigos cambian nuestro nombre, al principio por una continuación de esos diminutivos tan apreciados por nuestros anteriores compañeros, pero a medida que crecemos, y más llegando hacia el último año, deshacemos completamente nuestro nombre y reorganizamos las letras de modo tal que del nombre Daniela obtemos la palabra Boluda. O peor aún, comenzamos con un ritual que en la siguiente etapa va a ser constante: la cadena de apodos (que es como un"Elige tu propia aventura", con un final inesperado. Ejemplos: Matilde--» Matute--» Tute--» Tutu--» Tu (???); María Eugenia--» Euge--» Mauge--» Maujo (???); Federico--» Fede--» Fefe--» Fedufé (???).
Y con esta carga de años de perder nuestra personalidad, llegamos a la secundaria. Ámbito general de sociabilización con pares, creación de amistades pasajeras y no tanto y miedos irrefrenables a los exámenes. Con esto, y sobre todo la sociabilización, se establece el "boludo/a" como epíteto fundamental, las cadenas de sobrenombres en la cumbre de su esplendor (es decir, en el constante uso de su resultado), y surgen los nunca bien preciados, y específicamente denominados, "apodos". Ah, sí sí, es como si nuestra creatividad adolescente se extasiara con la maravilla de la juventud y tuviéramos la rapidez más maravillosa para la creación de "nuevos bautismos". Que Pipi, Tato, Roque, Chino, Jeque, y continúa la lista. Y así nos volvemos adictos a nuestros apodos, teniendo serias dificultades de recolectar de dónde venimos, quiénes somos y, sobre todo, quiénes pretendían nuestro padres que fuéramos, ¿no?

Ahora bien, hay excepciones a esta historia. Primero, los que no tienen la suerte de pasar por todo el proceso porque tienen la mala suerte de tener una tía Pocha, un tío Pepe o un nombre tipo Francisco que en realidad viene acoplado al apodo Pancho/ito, loq ue los ubica en el lugar de "niños de apodo originario", porque desde que nacen son Tom, Cata, etc.
Después, los que no tuvimos la suerte de conocer gente tan imaginativa. Y ahí estoy yo. Porque mientras el 98% de la población "disfrutó" de un apodo, el máximo mío fue "Pau". Ojo, tuve otros, pero uno peor que otro. Pola, Pula, Poly (sí, como el loro), Pau - Pau (creo que fue el que más soporté). Y ni hablar de cuando, por algún motivo, se les dio por llamarme con mi segundo nombre. No es que no me guste, en realidad, me encanta Antonella, pero tuve un compañero en la primaria que se obsesionó con mi segundo nombre y me llamó Anto, Tone, Nella. Sí, un genio. Pero apodos, propiamente dichos y usables, no tuve.

Entonces, ¿es fundamental el nombre o el apodo? ¿Hasta dónde llega la necesidad y la importancia del apodo?

13 de diciembre de 2007

Amame u odiame, pero no me ignores

Será que lo más insostenible en la vida es el egoísmo. O quizás la indiferencia. O quizás ambos. Pero si hay algo que no es soportable, sin dudas, es la indiferencia egoísta. Es quizás el peor de los males, la más terrible de las enfermedades, el más hiriente de los agravios. La indiferencia egoísta es al arte de destruir sin decir nada. Y no es desde el silencio. La indiferencia egoísta no es más que el mérito de los imbéciles, simulando saber lo que hacen, de hacernos creer que saben lo que hacen.
Somos nosotros, los que sabemos realmente lo que hacemos, los que creamos a los indiferentes egoístas. Ahogamos nuestras propias mentes con las parodias de dichos individuos, consumiendo cada una de nuestras capacidades electivas con las mentiras de aquellos a quienes les enseñamos a mentirnos.
Y sin embargo, no hacemos nada por destruirlos. Los indiferentes egoístas no son ya más que una continuación de una plaga que decidimos plantar en algún lugar lejano nosotros mismos, pero que no notamos que no tenía fronteras ni que no estaba tan lejos. Convivimos con ellos como si no hubiese otra posibilidad más que la de aceptar que metimos la pata dándoles la confianza para engañarnos constantemente con su decir de ser.
La indiferencia egoísta ha interrumpido al mundo en su continuo e indomable andar. El silencio de palabras inútiles y vacías de los indiferentes egoístas ha logrado contraer las maravillas del mundo con una rapidez asombrosa. Ahora bien, ¿qué más doloroso que encontrar en la mismísima mitad complementaria de uno mismo al mayor de los logros del proyecto indiferente egoísta?

3 de diciembre de 2007

El escarabajo de platino




6996 días y contando. Eso llevaba el escarabajo de platino caminando cuando se encontró con un espejo del tamaño de una ciudad. Espejo imposible de atravesar, el escarabajo de platino escudriñó detrás suyo en búsqueda de una salida casi mágica, instantánea, maravillosa (¿se podría decir de cuento?). No había nada ni nadie. Raro, para que fuera una ciudad. Raro, porque había caminado con una multitud que lo había rodeado tanto tiempo y ahora, como por arte de ilusionismo, habían desaparecido.
604454400 segundos y contando. Eso llevaba el escarabajo de platino esperando por esa encrucijada que alguna vez una frase en el viento de algún sabio cercano le advirtió. Ahora se encontraba con un espejo, con un gran lago de oscuridad brillante desconocido. ¿Era esa la encrucijada que debía recibir con los brazos abiertos? ¿Qué señal debía esperar para reconocerla? Bueno, visto y considerando que era lo único que tenía, aparte de lo que estaba detrás de él, asumió que sí.
1 segundo, 2 segundos, 3 segundos. 1 minuto, 2 minutos, 3 minutos. 1 hora, 2 horas, 3 horas. Y contando. Mientras más miraba el espejo delante suyo, menos entendía cómo había aparecido, y menos aún cómo haría para superarlo. Por suerte, la gente comenzó a reaparecer rápidamente después de haber estado solo no sabía ya cuánto tiempo. ¿O era que siempre habían estado, pero que su conmoción no le dejaba verlos? No, se aseguró de no estar tan loco. Y de golpe, como por arte de magia, lo vio salir por algún lugar del manto de reflejos: otro escarabajo brillando bajo la ácida luz. No había tiempo de pensar ni caminar, así que, como si sus patas tuvieran un motor de 800 caballos de fuerza, corrió con todas las fuerzas que tenía. Por algún extraño motivo que todavía aún hoy no puede dilucidar (ni su aquí presente relator tampoco), el segundo escarabajo caminaba lento, muy lento, incluso parecía como si lo estuviera esperando. El escarabajo de platino frenó el paso, para comprobar si no era su alta velocidad lo que hacía parecer los pasos de su colega tan lentos, pero al comprobar que cuanto más alentaba el paso él, más lo hacía su compañero, entonces apuró nuevamente la carrera.
Cuando alcanzó al segundo escarabajo, el de platino no supo como describirlo. Lo observó desde lejos, desde cerca. Lo observó de manera profunda y de manera casi superficial. Lo observó detalladamente y lo observó a grandes rasgos. Y aún así, después de vaya uno a saber cuánto tiempo de observación, ninguna de sus características le resultaba familiar. Era tanto como él, y tan distinto. Tanto como él, y tan fuera de sí. Se animó a acercarse a preguntarle cuando entendió que, similar o distinto, seguía siendo alguien perfectamente normal (por lo menos para él), que no tenía ninguna característica rara, increíble, fantástica (por lo menos para él).
Cuando logró llamar su atención, fue casi irreal la facilidad que encontró el segundo escarabajo para sentirse a gusto con él. Le preguntó su nombre, que hacía por ahí, de dónde venía, si lo conocía de algún lugar. Le contó de su vida, su esposa, su familia. Le contó de su trabajo, de su barrio y de su mamá. Le pidió disculpas porque tenía que marcharse, pero le dejó su tarjeta. Aunque su paso era rápido y ensordecedor, se frenó en secó y se volvió a preguntarle para qué se había acercado. Y entonces el escarabajo de platino cayó en cuenta de que ya no recordaba para qué. Le había resultado raro el rápido andar de su amigo, hasta le parecía común la historia que había escuchado. Pero no recordaba haberse acercado con ningún motivo más que el de saludarlo.
Mientras el segundo escarabajo lo miraba con cara de asombro e incredulidad, el escarabajo de platino tuvo la suerte de que el destino le pusiera esa pequeña piedra debajo del zapato que agitaba nerviosamente. Y se cayó, de más está decir. O no, porque esa caída le provocó un golpe en la cabeza tal, que se dio vuelta a maldecir a quien lo había obstruido. Era evidente cuando volteó que el espejo gigante que prácticamente lo comía no era oponente para semejante batalla. Nuevamente, está de más comentar que nuestro escarabajo recordó la pregunta. Pero quizás lo más sorprendente fue que no la hizo, que prefirió callarla y guardarla para cuando su interior le dijera que era el momento adecuado. Se rió en voz alta, tratando de suavizar la situación, le dijo que no era nada a su amigo, lo saludó y siguió caminando como si simplemente hubiese tropezado con él. Extrañado, pero no más que nosotros, el segundo escarabajo siguió caminando, ahora con el ritmo lento que el escarabajo de platino observó cuando empezó a correr, hacía ya tanto tiempo atrás.
Y se volvió otra vez hacia el espejo, que otra vez aparecía inmenso ante sus pequeños ojos, tan pequeños como la voluntad de encontrar un paso. Finalmente, cansado de estar de pie, se sentó frente a la majestuosidad del reflejo interminable y cerró los ojos. Intentó mirar por detrás de los párpados cerrados, reconociendo formas, figuras, algo que lo guiara para saber qué corno estaba haciendo. Ni hablar del susto que se llevó cuando una voz en el oído osó despertarlo de semejante trance con la frase “¿Estás bien?”.
Abrió los ojos sobresaltado, con la bronca del despertar abrupto y la serenidad pasada de lo incógnito reconocido. Atinó un grito que nunca salió, un insultó que nunca se escuchó, porque los ojos marrones que lo miraban lo atravesaron tan profundamente que le cortaron desde las cuerdas vocales hasta los nervios de las patas. Intentó levantarse, pero sólo pudo responder “Sí”. No logró más que reconocer para sí mismo que todos los músculos y nervios de su cuerpo habían decidido por unanimidad rebelarse al mismo tiempo. Este nuevo escarabajo, ahora no tan distinto como el primero, pero tanto más parecido a ese que a sí mismo, se sentó a su lado, en la misma posición y mirando al espejo, y le preguntó que qué miraban. Sin tener la menor idea de contestarle, el escarabajo de platino le respondió de la mejor manera posible: “No sé”. Esperando un ascenso fugaz y tenaz, miró al tercer escarabajo mientras su quietud carcomía tiempo y espacio de manera impensada. Si hubiese querido medir con un reloj el tiempo que pasó, no hubiese alcanzado la arena de Egipto para hacerlo. Después del trigésimo cuarto parpadeo, entendió que su compañero de asiento no tenía ninguna voluntad de levantarse, así que le explicó más o menos qué estaba haciendo, pero también le aclaró que no tenía ningún fin explícito.
Así, a continuación, cerraron ambos escarabajos los ojos y, por detrás de los párpados, trataron de reconocer alguna figura en el espejo. Pasaron los días, y fue al tercero que el mismo tercer escarabajo abrió los ojos, levantó su cuerpo y se marchó, explicándole a quien había despertado de ese mismo trance que en realidad lo hacía por su bien, para no molestarlo más. Y se marchó, con la misma presteza e instantaneidad con la que había aparecido. El escarabajo de platino empezó a divisar una figura como a tres cuadras, en una especie de rincón increíble del espejo infinito, pero que todavía era indescriptible. Durante horas y días, cientos de escarabajos aparecieron sin que él lo supiera de detrás de ese mismo espejo, se sentaron donde el tercero lo había hecho, escucharon la explicación, estuvieron con él algún tiempo y, del mismo modo que el tercero, se levantaron y fueron.
Después de meses de lectura detrás de sus párpados, caminó con los ojos cerrados esas tres cuadras, asegurándose de que la suerte no lo hiciera tropezar (cosa que no sucedió). Cuando vio a la figura en frente, se sentó como lo había hecho en el primer lugar, y repitió el intento de entender qué era esa macha amorfa. Una esquina por allí, otra esquina por acá. Finalmente, la mancha amorfa fue tomando la figura de un rectángulo el doble de alto y ancho que él. Parecían sus lados hechos del mismo platino del que él estaba formado, y poco a poco todo su interior fue desapareciendo. Pero no se transparentó. Parecía una puerta al vacío, a una especie de incógnita permanente y absoluta en la que podía sumergirse o no. Quiso abrir los ojos, pero no se animó. Demasiado tiempo le había llevado encontrar esa puerta y por lo pronto, por lo menos, no tenía ninguna intención de perderla.
El escarabajo de platino tenía que tomar una decisión y no era nada fácil. Muchas puestas de sol más que las que le llevó entender la puerta le llevó decidirse. Incluso llegó a dudar de su decisión unas diez veces, y volver a la vieja otras tantas. Un buen día (o noche, la diferencia era incontable) un golpe en el hombro le hizo recordar que el peligro de despertar del trance era demasiado. ¿Y si alguien como aquel tercer escarabajo venía a preguntarle con unos ojos más profundos que los primeros si estaba bien y nunca más podía encontrar la puerta? ¿Y si los ojos que lo despertaran en realidad fuesen una nueva puerta que lo llevaran por un camino de aún mayor incógnita y vacilación? No, no podía tomar semejante riesgo. Entonces, respiro lo más profundo que pudo, tanto como sus pulmones le permitieron sin explotar, y se levantó. Soltó todo el aire que había tomado y volvió a respirar igualmente de profundo y cruzó sin pensarlo más el umbral que su imaginación había creado en semejante espejo.
La irrealidad de la locura de un mundo donde todos pasan, nadie entiende tu accionar, todo se refleja para que siga funcionando sin pensar en cosas distintas y las puertas para cruzar al otro lado puedan ser únicamente producidas por aquellos que sienten la necesidad de no existir más en la vida real, todo eso fue lo que me llevó a mí a encerrarme en este sarcófago de platino, cuyo aire se acabará en cinco, cuatro...