9 de junio de 2012

De las palabras y el miedo a sanar.

Nunca creí en las casualidades, pero ésta no era una ocasión cualquiera. El hecho de que arbitrariamente mi máquina hubiera cobrado vida justo a tiempo para sacarme de las manos semejante escrito no hacía más que proyectarme erradamente en mis ideas. Hacía tiempo que esperaba equivocarme de manera tan evidente, pero nunca me imaginé que fuera la tecnología, enemiga histórica de mis sentimientos, la que me expusiera frágil ante mi inconsistencia personal.
Calculo que no había pasado las cincuenta palabras, pero lejos de ser inocuas, resultaban las más valientes y sinceras que en mucho tiempo habían salido de mi alma. Quisiera pensar que puedo volver a escribirlas, pero incluso con toda la energía que surge de mi interior al momento de sentarme frente a las letras, no creo que pudiera permitírmelo. No es que fueran violentas, ni siquiera insultantes, pero de su honestidad surgía el dolor más poderoso que jamás había conocido.
Sentía la impotencia de siempre, regocijada en la imposibilidad de reescribir lo perdido. Había algo de escurridizo en mi sistema de escribir. Una sensación de catarata momentánea que resultaba ilógica en mi sistema de vida. De todas mis normas, mis límites, mis planes, mis ordenamientos, las letras resultaban borrosas por su espontaneidad.
De repente, con esa sorpresa que siempre me produce lo que aparece en la pantalla, reaparecieron esas palabras perdidas. Me asusté de mi misma, de lo que no podía hacer. Si ese manojo de sentidos que solos se cayeron en el papel de mentira una vez había vuelto, ¿cuántas eran las cosas que iban a volver, cuando menos las esperara, en el momento menos oportuno?
A diferencia de lo que uno espera cuando se asusta, no me paralicé. O sí, pero no de la manera en la que la gente suele paralizarse. Me paralicé al no poder evitar actuar como suelo hacerlo: respiré hondo y seguí con lo que estaba haciendo, como lo estaba haciendo, a pesar de no quererlo. La impotencia que provoca la realidad cuando resulta violenta contra uno, con tal poder que te hace creer que no podés saltar antes del precipicio, destruye los ánimos de cambiar.

Me quedé esperando que saliera de mí el demonio que arrasa con cuanto frívolo deseo del mundo, ése que creo tener cuando discuto con el silencio de mi propia consciencia. Sin embargo, nunca apareció. Corté lo escrito y miré la hoja en blanco. Sabía que con un sólo click podía recuperar lo escrito y volver a enfrentarme, pero no lo hice. Cerré todo, incluyendo mis ojos. Las palabras brotaron de nuevo, pero ahora nadie las conocería, ni siquiera yo. Enfrentarlas no era una opción, parar tampoco. Abrí los ojos y me senté al teclado. La pantalla nunca había estado más en blanco.