13 de diciembre de 2007

Amame u odiame, pero no me ignores

Será que lo más insostenible en la vida es el egoísmo. O quizás la indiferencia. O quizás ambos. Pero si hay algo que no es soportable, sin dudas, es la indiferencia egoísta. Es quizás el peor de los males, la más terrible de las enfermedades, el más hiriente de los agravios. La indiferencia egoísta es al arte de destruir sin decir nada. Y no es desde el silencio. La indiferencia egoísta no es más que el mérito de los imbéciles, simulando saber lo que hacen, de hacernos creer que saben lo que hacen.
Somos nosotros, los que sabemos realmente lo que hacemos, los que creamos a los indiferentes egoístas. Ahogamos nuestras propias mentes con las parodias de dichos individuos, consumiendo cada una de nuestras capacidades electivas con las mentiras de aquellos a quienes les enseñamos a mentirnos.
Y sin embargo, no hacemos nada por destruirlos. Los indiferentes egoístas no son ya más que una continuación de una plaga que decidimos plantar en algún lugar lejano nosotros mismos, pero que no notamos que no tenía fronteras ni que no estaba tan lejos. Convivimos con ellos como si no hubiese otra posibilidad más que la de aceptar que metimos la pata dándoles la confianza para engañarnos constantemente con su decir de ser.
La indiferencia egoísta ha interrumpido al mundo en su continuo e indomable andar. El silencio de palabras inútiles y vacías de los indiferentes egoístas ha logrado contraer las maravillas del mundo con una rapidez asombrosa. Ahora bien, ¿qué más doloroso que encontrar en la mismísima mitad complementaria de uno mismo al mayor de los logros del proyecto indiferente egoísta?

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