14 de marzo de 2010

No poder escribir.-

No podía escribir. No salían las letras, no caían las palabras, no había historia que quisiera ser contada.  Quería escribir, tenía esa necesidad adentro, se los juro, pero no había forma. Ni que mi vida dependiera de ello podría haber expuesto idea alguna en el papel. Y ahí estaba yo, tan parecida a un helecho como jamás había estado. Ahí, casi sin vida, frente al teclado, insensiblemente mirando a una pantalla vacía que titilaba en blanco.
No es que no tuviera dudas y planes y sueños cruzando por mi cabeza. Tenía cientos, y cada uno de ellos era un desconcierto aún mayor. La hoja digital blanca parecía cada vez más vacía, a medida que los minutos pasaban sin transformarse en absolutamente nada. Cerraba los ojos, los volvía a abrir, y todavía seguía ahí esa mirada vacía que me devolvía el monitor.
¿Cómo podía ser que la noche anterior las frases fluían solas, la cabeza corría como si estuviera conectada a un motor, y ahora que sus pulmones clamaban más por inspirar la magia de lo escrito que oxígeno, no lograba hacer funcionar el engranaje?
Y no es que no supiera cómo superar esos momentos. No, claro, como escritora había superado bloqueos, miedos, incluso depresiones que me cerraban cada una de las ventanas que trataba de abrir. Pero esto era distinto. En esos momentos, no era la necesidad de escribir lo que me movilizaba a explayarme larga y (muchas veces) tediosamente; no, era la obligación y el requerimiento externo lo que me sentaba en frente de mi blanca ignorancia y, sin quererlo, escribía lo que el que me lo pedía quería leer.
Esta vez, me sentía como cuando aprendí a nadar: extasiada, necesitada de aire, libre, inútil. Esa palabra: inútil. Otra vez en mi cabeza: inútil. Inútil, inútil, inútil. Imposible hacer nada contra mi impotencia. Estaba completamente llena de fantasías y absolutamente vacía de técnica. No podía escribir.
Y ahí lo descubrí. Me di cuenta de lo que estaba pasando, de esa situación única que por primera vez me atacaba. No, claro que no era mi repentina falta de palabras. Por primera vez en mi vida, quería escribir sobre lo inescribible. ¿Cómo describir en palabras lo que ni siquiera muchas veces podemos saber que estamos sintiendo?
Entonces, volví a girar mi silla, de la pantalla del televisor pasé a mirar la pantalla de la computadora. Mis dedos y sus uñas recién pintadas de ese rojo carmín tan raro en mí se movían solos sobre el teclado. Y escribían, y escribían, y escribían…

“No hay forma de describirlo. No existen palabras ni poemas ni cuentos ni novelas ni enciclopedias que contengan forma de descripción de lo que siento. Hemos intentado combinar cientos de sílabas y millones de metáforas para contarlo y transmitirlo, pero lo más difícil es aceptar que a veces, por muy embebidos que nos encontremos en el lenguaje, no alcanza para expresarlo en su totalidad.
Conversaciones que duran hasta las 7 de la mañana. Relojes que destrozan los minutos, y que transforman tres horas en quince minutos. Miradas que completan todos y cada uno de los silencios. Sonrisas que se escapan, más allá de la voluntad de sus dueños. Imposibilidad de sacar la mente de esa otra ciudad. Saber que está tan lejos, pero tan cerca cuando recuerdo que vuelve tan pronto. Sobre todo, ese presente alegre que provoca saber que alguien más en este mundo se para a pensar si algo puede ser mejor que compartir ese momento, ese beso, esa llamada. Y comparando ese momento con todos los otros momentos que viví, estar completamente segura, absolutamente decidida, certeramente convencida de que eso es felicidad.
No hay forma de describirlo. Y si lo necesitamos describir, no podemos escribirlo. No importa cuánto lo intentemos. Sólo el cosquilleo en la panza, esa sensación imposible de describir nos avisa que vamos a caer.”

5 de marzo de 2010

Teoría de la Inapetencia.

Parecía mágico. Todo estaba donde lo había soñado. Y particularmente ella, como el centro de atención del mundo. Era un día fantástico. Todo se movía a su alrededor, como jamás el mundo lo había hecho. El planeta entero parecía respirar de sus suspiros, y la sangre que movía las entrañas de la Tierra, la suya propia. Cuanto había deseado alguna vez, todo resplandecía en derredor. Supuso que por primera vez, después de muchos años, finalmente las órbitas se habían alineado para regalarle una serie de días continuados de necesaria paz y sobre todo, felicidad. 
Parecía. Y le siguió pareciendo. Sobre todo por lo que pasó después, al día siguiente. Se desmoronó cada una de las piezas que había armado esa irrealidad amorosa. Canciones surgidas de la más absoluta nada, devociones de desconocidos, sigilosos enamorados que aparecieron de la manera más intempestiva y menos adecuada. Y su corazón, tantas veces pisoteado, ahora había sido inflado de manera nefasta. Inflado únicamente para después, con una pequeña pero punzante aguja, hacerlo explotar, de manera que nunca más se pueda volver a formar. 
Algunos le decían que a veces las pinchaduras no explotan, sino que desinflan, y hace falta una curita para poder solucionarlo nomás. En otros casos, le decían que era su destino, y que si su corazón debía astillarse y no poder volverse a armar, no había nada que ella pudiera hacer. Pero no les creyó ni a uno ni a otros. Se creyó a sí misma y a su teoría de la inapetencia. 
Teoría de la inapetencia: está en la mente animarse a amar. Basta con tomar la decisión de convencerse de que nada mejor va a salir de enamorarse, para dejar de querer enamorarse. Y finalmente, convencerse de que no queremos una pareja, particularmente un hombre. Teoría de la inapetencia. No tener hambre de amor, nunca más. 
Pero ahora se había olvidado de ello. Luchar de a uno, lo había aprendido. No quiero a esta persona porque... Pero ahora no, eran cuatro, y todo se desmoronaba encima de ella. Cuatro paredes que parecían destinadas a aplastarla indefinidamente. O por lo menos a lo que quedaba de su corazón. 
Ella se sentó delante de la pantalla y empezó a escribir. Sin nombres, sin historias, con lágrimas en los ojos y una sonrisa mentirosa en  su boca. Soltando de una buena vez y para siempre su decepción. Por última vez había tenido hambre. Ahora, la gula no tendría nunca más lugar.