5 de marzo de 2010

Teoría de la Inapetencia.

Parecía mágico. Todo estaba donde lo había soñado. Y particularmente ella, como el centro de atención del mundo. Era un día fantástico. Todo se movía a su alrededor, como jamás el mundo lo había hecho. El planeta entero parecía respirar de sus suspiros, y la sangre que movía las entrañas de la Tierra, la suya propia. Cuanto había deseado alguna vez, todo resplandecía en derredor. Supuso que por primera vez, después de muchos años, finalmente las órbitas se habían alineado para regalarle una serie de días continuados de necesaria paz y sobre todo, felicidad. 
Parecía. Y le siguió pareciendo. Sobre todo por lo que pasó después, al día siguiente. Se desmoronó cada una de las piezas que había armado esa irrealidad amorosa. Canciones surgidas de la más absoluta nada, devociones de desconocidos, sigilosos enamorados que aparecieron de la manera más intempestiva y menos adecuada. Y su corazón, tantas veces pisoteado, ahora había sido inflado de manera nefasta. Inflado únicamente para después, con una pequeña pero punzante aguja, hacerlo explotar, de manera que nunca más se pueda volver a formar. 
Algunos le decían que a veces las pinchaduras no explotan, sino que desinflan, y hace falta una curita para poder solucionarlo nomás. En otros casos, le decían que era su destino, y que si su corazón debía astillarse y no poder volverse a armar, no había nada que ella pudiera hacer. Pero no les creyó ni a uno ni a otros. Se creyó a sí misma y a su teoría de la inapetencia. 
Teoría de la inapetencia: está en la mente animarse a amar. Basta con tomar la decisión de convencerse de que nada mejor va a salir de enamorarse, para dejar de querer enamorarse. Y finalmente, convencerse de que no queremos una pareja, particularmente un hombre. Teoría de la inapetencia. No tener hambre de amor, nunca más. 
Pero ahora se había olvidado de ello. Luchar de a uno, lo había aprendido. No quiero a esta persona porque... Pero ahora no, eran cuatro, y todo se desmoronaba encima de ella. Cuatro paredes que parecían destinadas a aplastarla indefinidamente. O por lo menos a lo que quedaba de su corazón. 
Ella se sentó delante de la pantalla y empezó a escribir. Sin nombres, sin historias, con lágrimas en los ojos y una sonrisa mentirosa en  su boca. Soltando de una buena vez y para siempre su decepción. Por última vez había tenido hambre. Ahora, la gula no tendría nunca más lugar. 

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