23 de febrero de 2010

Por la tangente, al unísono.

Debería ser el nexo. Lo que finalmente fusione las dos partes y las transforme en una. Debería ser siempre lo que nos confluye, los que ambos queremos, lo que nos transforme en lo idílico de nuestra imaginación. Dos adultos jóvenes buscando conectarse, que apelan a su sexualidad como medio de expresión. Y al final, como todos los medios comunicativos del siglo XXI, destruyen todo lo que habían creado en algún momento.

Crear una sincronía que se refleje en el movimiento del contorno de los cuerpos. Amoldarse uno a las necesidades del otro en simultáneo y al unísono, formando de la pareja esa imagen que crea la sombra de una única unidad. Se desarman en la comparsa de su propio rodar, y por mucho que lo intenten, no hay forma de desarmar lo creado. 
Todo sube, baja, se acerca, se aleja. Todo en melodía. Todo confluye. Todo explota de una buena vez, pero no por única vez. Todo se transforma en el recuerdo de lo que voló por las mentes de ambos. Todo ahora es la nada, un vacío a llenar. De repente, ahora todo desaparece como si nunca jamás hubiese existido. Y es entonces, en ese instante donde realmente todo se mezcla y recrea, o se desvanece. 
Él espera que esto no sea un sueño. La mira, y ve aquello que siempre quiso ver: su Lady Marmalade, su Mimí, la que lo seguirá a donde le pida, y a lo que le pida. No ve en ella una persona, ve lo que quiere ver: una mujer, una niña, una puta, a su mamá. Se ve a sí mismo, feliz, disfrutando de la comodidad de tener a su lado lo que necesite, cuando lo necesite.
Ella, ella se equivoca. Ella ve en esa cama, en esa tormenta que la atosiga, en quien ahora está a su lado, una compañía. Ve todo lo que cree necesitar: un amigo, un sentimiento, un deseo que apague lo que el alma le pide. Incluso, detrás de todo lo que desconoce, cree ver una especie de posibilidad de amor. Cree. Cree permanentemente en todo y en todos. Cree, y sobre todo cree en él. Sea quien sea "él" en ese momento, ella cree. Cree porque no puede darse el lujo de rendirse, no en esta ciudad. 
Se miran a los ojos. Él le da la espalda, buscando la primer excusa que le permita escaparse hasta tanto esté listo para gozar de nuevo. Ella lo mira a los ojos y busca entender lo que necesita, aunque sea físico. Lo encuentra, porque no es una ignorante - ninguna otra mujer los supo leer mejor -; y decide dárselo. La tormenta se desata paulatina pero incansablemente. La coreografía empieza de nuevo, otra vez tan conectados, otra vez tan lejos uno de otro. Los caminos paralelos se juntan en el infinito. Pero no hay hombre ni mujer que se jacte de inmortal.

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