23 de agosto de 2012

Todas las noches, toda.

De todas las noches, la primera fue la más difícil. Las piernas me temblaban, los ojos no dejaban de humedecerse y los gritos a mi alrededor se hacían más fuertes a medida que pasaba el tiempo. Quería acabar todo, pero no tenía la forma. Quería cambiar todo, pero no tenía la fuerza. Quería esperar por todo, pero no tenía la esperanza. 
Las siguientes noches fueron más suaves, pero más oscuras. Aquel mes lluvioso y gris no ayudó a llevarlas con facilidad. Cada nube era un nuevo desaliento, cada ráfaga de tormenta el milagro que decidía no parar. Encontré en el ocio y la juventud los ansiolíticos del alma que creía soluciones. Semanas pasaron, las lunas cambiaron y yo seguía creyendo que había un sol.
Como quien no espera nada, una noche ya después de muchas horas, salió una estrella entre los nubarrones. Estaba opaca, sucia, pero refulgía en el cielo borroso. Apareció y pareció ser la misma que siempre veía. Hacía tiempo que necesitaba que apareciera, y su coordinación con mi deseo parecía ensayado. 
De las noches que continuaron surgiendo, sólo aquella parecía brillante. Ninguna otra mostró la luna, u otra estrella. Todos y cada uno de los firmamentos de la ciudad se encontraron durante meses iluminados por una pequeña vela, que se encendía más con el paso del tiempo. 
Cuando menos lo esperaba, la estrella explotó. Mis ojos se cegaron y mis oídos se aturdieron. Creí que nunca más escaparía a esa pesadilla de estelas incandescentes y estruendos ensordecedores. Los segundos parecieron siglos, los minutos milenios. Cada partícula de esa estrella que se incrustaba en mi mundo repercutía en mi piel con el candor de mil fogatas. Ya no podría identificar dónde estaba asentada la estrella, la única, pero sin dudas puedo decir que ni el cielo, ni la noche ni la tierra fueron los mismos después de su desaparición.
No puedo negar que esperaba la salida del sol a la mañana siguiente. Difícil explicar el dolor en el pecho cuando al levantarme no vi más que los ojos empañados y las lágrimas de un cielo que lloraba la muerte de su última esperanza de brillar.