13 de enero de 2009

El nacimiento de un amor no correspondido

Calle Corrientes. Enero de un año cualquiera que empieza como todos los anteriores: con calor. De hecho, creo que el Diablo dejó Buenos Aires para irse a un desierto más fresco. Detrás de esta ventana, todo parece más simple. Los hombres son hormigas y el aire acondicionado impone un ambiente de confort y comodidad que ningún hombre, porteño o no, está dispuesto a dejar pasar. Mientras un grito mudo se ve tras la ventana, seis metros en el vacío, yo escucho una conversación que jamás hubiese existido si no fuera por este ficticio paraíso primaveral.
Una damita (apodo que amablemente le regalo a una bebé que no tiene más años que la TV satelital ni más experiencia que la de mi abuela con internet) sonríe frente a la barrabasada que un señorito (otro apodo que también regalo, no ya porque me cause una impresión de ser mayor de lo que es, sino porque no creo que nunca pueda pasar de eso) escupió tal cual llama de apodos pocos felices. 
Pero esto no es lo más interesante, sino el diálogo de gestos que este diálogo entre vergüenza y desvergüenza impidió que observara el citadino estándar. El insulto halagador fue acompañado de una mirada descendida y trunca que solamente implicaba la mentira que lleva al amor no correspondido. Los cachetes sonrojados y la media sonrisa completaron el panorama del primer enamoramiento de aqulla pequeña niña, más pequeña y niña ahora que nunca.
Detrás (o delante) de toda esta escena, yo. Junto a mí, mi incapacidad de advertirle a esta damita lo que ocurriría. Junto a mí, mi inutilidad para ayudar a este señorito a no cometer el peor de los errores. Es que yo parecía un pequeño anexo a esta situación donde la protagonista no era otra que mi impotencia: ellos saben que los observo, yo sé que ellos están a punto de cometer el peor de los pecados. 
Termino de escribir esto mientras se alejan volviendo a meterse en el infierno que en este momento se convirtió Buenos Aires. Y es que, de toda la situación, lo único que me parece adecuado es este movimiento. Porque el Diablo parece jaber decidido volver a la ciudad porteña. Y qué mejor escenario que los habernos para congraciar el nacimiento de un amor no correspondido.

12 de enero de 2009

Ojos en la nuca.

Silencio detrás de las paredes que me rodean. Pareciera que me adentré en una selva absurdamente trastornada. Si alguien leyera esto sin conocerme, creería que soy otro más de los tantos héroes de la literatura fantástica. Si alguien leyera esto conociéndome, sabría que no soy más que otra de las tantas víctimas de los villanos de la literatura fantástica.
Mientras la jungla de neón que me rodea parece ser cada vez más extensa, escucho con cuidado los ruidos que significan que jamás saldré de aquí. Siento, a mi derecha, el clamor de unas campanadas que parecen más rocío de enero que tormenta de otoño. A mi izquierda, por el contrario, lo único que veo son pequeños entes que, como si no estuvieran, me miran a los ojos atravesándome, como si no les fuera útil a sus necesidades. Lejos, en el horizonte, diviso un monstruo de enormes dimensiones, estruendosos gritos y patéticos intentos por sobrevivir a este infierno que llaman ciudad. Adentro de él, lo único que observo son todas las víctimas que, como alguna vez lo fui yo, creyeron en su dulce sabor a modernidad y avance.
Lo único que realmente me preocupa en mi andar es mi espalda: siempre creí que la gran deficiencia del hombre es no tener ojos en la nuca. Por suerte, una de esas tantas decisiones de la naturaleza de otorgar las mismas posibilidades a todos sus hijos impuso que ningún animal tuviera ojos en la nuca. Por suerte, el hombre cada día más dedica su vida a destruir las decisiones naturales mediante la genética. Ya seremos animales perfectos, ya tendremos ojos en la nuca. Mientras tanto, lo suplantamos con la paranoia, el pánico y la desconfianza. La violencia también ayuda a destruir esa sensación de indefensión.
Pareciera que la selva no tiene fin, y que los peligros que enfrento a cada paso son incontables. Sin embargo, cualquiera que luchara junto a mí creería que las esperanzas en este caso son lo primero que se pierden. Es que pareciera que no hay ningún escape, ninguna forma de sobrevivir a esta aventura. De todos modos, creo que yo tengo la posibilidad de vencer los habernos que me enfrentan y todo lo vale cuando el precio es tu propio hogar.
Como dije al principio, quien me conociera sabría que soy víctima de esta selva y no héroe de ninguna clase. Soy el producto del destino, de un destino que creó en mí al más terrible de los engendros, al más odioso de los monstruos, al más vil de los animales. Una de las tantas víctimas de este planeta de villanos, donde lo más valioso es lograr luchar con todo el resto. Y es que cuando se tienen ojos en la nuca, la vida es más fácil. Y es que cuando no se tienen, es momento de crearlos.

10 de enero de 2009

Hay cosas más fuertes

A veces parece que el camino está empedrado, y a veces que ni siquiera hay camino. Uno encuentra escollos que muchas veces parecen más grandes y molestos de lo que verdaderamente son. Entiendo que las sombras pueden jugar malas pasadas a la vista de unos ojos no acostumbrados a un camino oscuro, pero es cuestión de aprender a mirar. 
Cuando la noche parece haber ganado al sol el espacio que es camino nos presenta, existen pequeñas linternas que tratamos de encontrar para hacer un poco más llevadero el andar. Hoy desucbrí que esas linternas no son otros que los buenos amigos. 
Los buenos amigos no son ni los más antiguos, ni los más valientes, ni los más compañeros. No señor. Los buenos amigos son esos que a uno le hacen sentir el corazón lleno cuando está completamente vacío. Los buenos amigos son los que cuando uno siente que todo se cae abajo, que el mundo se compone de silencios y mentiras, nos vuelven la creencia de que en realidad no todo es tan gris y triste. 
Hoy entendí que después de veinte años, por primera vez en mi vida tengo amigos. Creo que si no me equivoco tengo tres. Sí, ahora entiendo esa teoría de que a los amigos en serio se los cuenta con los dedos de una mano. Y como en estos días difíciles me hicieron entender que aunque todo parezca imposible, tenés que creer que hay más gente como ellos, quiero nombrarlos y saber que son mis cosas más fuertes:

Sanfran

Carla

Juli

Bender

Porque se bancaron mi mal humor y mis locuras. Porque me hicieron sentir que nunca se está tan mal. Gracias.

7 de enero de 2009

Lo idílico es la fantasía de lo real

Vivimos, comemos, mamamos y morimos por una serie de ideales que en todos los aspectos de la vida se convierten en nuestro imaginario de la realidad. Creemos que en cuanto queramos lo podemos dejar y volver a tierra, para aceptar que en realidad vivimos en un mundo que no es perfecto en ningún aspecto y en el cual nosotros no vamos a ser la excepción. Lo que no entendemos es que en el siglo XXI, la voluntad de volver a la vida habitual ya no se encuentra en nuestras manos. Somos adictos de la perfección, pero no porque queramos sino porque ya no nos queda otra opción frente a la imposibilidad de alcanzar cada vez más placer del mundo real. 

Somos los seres más brillantes de todas las épocas: tecnologías, drogas cada vez más placenteras, enfermedades cada vez más conocidas, remedios cada vez menos abarcativos pero más efectivos, especializaciones cada vez más útiles para ocupar espacios sin hacer nada. Y sin embargo no sabemos todavía cómo solucionar la adicción al placer extremo que muchas veces llamamos fama o poder. Para sentir que por lo menos la aplacamos mínimamente, la atacamos con ideales que nos convierten en máquinas de alcanzar lo inalcanzable, cada vez más eficientes en el arte de la frustración. Quizás sería todo más fácil si fuéramos realmente máquinas, robots o como quieran llamarlo. 

Los sentimientos también han sido idealizados: queremos el amor eterno, la amistad incondicional, la familia perfecta, la gloria infinita, el reconocimiento máximo, la felicidad íntegra e interminable. Morir apacible y aburridamente, vestidos de gala en una cama perfumada con una sonrisa maquillada. Vivir detrás de una sonrisa hipócrita que permanentemente mantenga felices a los demás y a nosotros mismos bajo la fachada de un "Un mundo feliz". Y es que Aldous Huxley tenía razón cuando imaginó que el planeta ideal de la humanidad moderna era un espacio donde las sensaciones se cubrieran de drogas, los hijos fueran reproducción industrial de la especie y el trabajo y el alimento no constituyeran más que un espacio mínimo de la porción que ocupamos en ser responsables. Restrinjamos esta imagen de un mundo fantástico a la realidad actual: el alcohol, cigarrillos, fármacos, drogas de toda índole, "shopping", TV y trabajo hasta cubrir todo lo que el día nos permita aplacan cualquier ínfima posibilidad de sentir; los hijos se eligen en África, Asia o el primer lugar del que la última tapa del New York Times haya comentado que esta en extremo estado de destrucción, pero por supuesto siempre que sean bonitos, fotogénicos y simpáticos a la cámara; y finalmente, somos responsables por la inanición que conduce a la fama y la vagancia que constituye el máximo esplendor de las celebridades. 

Nos hemos formado en una de esas sociedades que ni el peor de los futuristas ni el más osado de los iluministas podría haber imaginado. Nos rodeamos de adultos que creen ser los más aptos para dirigir el mundo, cuyos conocimientos son supuestamente los mejores y sus ideas las más útiles para un mundo mejor. Lo que nadie dice es que fue esta generación de adultos la que construyó este mundo, en el cual lo único que se ha buscado es dicha perfección.

Somos el resultado de una historia basada en alcances de placer y perfección. Nos toca cambiar esto para que nuestros hijos y hermanos puedan vivir lejos de esta infelicidad que a muchos nos rodea. Y es que lo idílico es la fantasía de lo real. Salvo en el siglo XXI, donde lo real parece ser idílico.