De destruirte sin querer.
Se la comía con los ojos. Y eso solamente porque sabía que no podía tenerla entre sus brazos. De todos los vicios que se había cruzado, su voz resultaba uno de los más adictivos. La miró de nuevo. Ciertamente no era la mujer más hermosa del mundo, pero tenía su atractivo. No estaba seguro de si eran sus ademanes certeros, su risa desaforada o su cara cubierta de juventud, pero algo en ella la hacía brillar. Quizás también tuvieran alguna importancia en la imagen el alcohol o sus otros vicios, pero en la combinación resaltaban únicamente sus dotes de estrella.
Le sonrío mientras le contaba lo que no debía contarle. A esas horas de la noche, cuando sólo se derrapa, únicamente elegís entre humillarte o dejarte llevar. Todo su contexto le decía que no debía. Las imágenes en su cabeza (cada vez más borrosas) le insinuaban que la noche invitaba a respirarla. Cuanto más trataba de amedrentarla, más escurridiza se volvía. No dejaba nunca de ser inocente, se balanceaba todo el tiempo por la cornisa del erotismo. Y en su cabeza ruidos y silencios.
Quizás fuera una apuesta del destino, quizás una movida sucia del diablo. Lo único que sabía en aquel momento era que si controlaba sus manos, era por puro milagro. Ella bailaba con el viento mientras se dejaba envolver por un halo blanco de felicidad. Lejos, de toda su belleza, la sonrisa le ganaba a sus piernas (y eso que le gustaban sus piernas).
Él no creyó nunca en dios, ni mucho menos en el demonio, pero si existían, estaban peleando dentro suyo en ese mismo instante. No vayan a creer que los veía, pero podía sentirlos, arrancándole el corazón para un lado y la piel para el otro.
Mientras, en el otro lado del puente, ella flotaba. Le veía en los ojos las ganas de devorarla, y en las manos la impotencia de no deber. Sentía que cada vez que le hablaba, él la seguía con el intento de poderla tener. Los miedos de él eran su autoestima, y cada vez que se contenía la hacía crecer. Ella no tenía miedo, no tenía nada que perder, pero sabía que él estaba entre la espada y la pared.
Se quedó quieta. Ni sonrisas, ni sensualidad, ni sensación alguna. No le regaló más nada. Entonces él no pudo más y se entregó al infierno, a los karmas que le vendrían, a la incomodidad del viaje de vuelta. La tomó por la cintura y se dejó llevar. Y ella, en su estado aéreo más puro, le regaló un poco de aire fresco para respirar.
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