30 de mayo de 2009

Su perfume

Cuando me arremetió nuevamente aquella mañana, me tomó por sorpresa y no me dio siquiera tiempo para rearmarme y contraatacar. Desde mi derecha, aquel acompañante ocasional de subterráneo me atacó de golpe mientras mediaba un sueño pseudo conciliado entre la realidad y yo. No sé cómo se llamaba, de qué color eran sus ojos, no recuerdo ni siquiera bien el color de su pelo. Pero si inspiro profundo mientras con los ojos cerrados trato de ver, puedo rememorar la esencia que no pude dejar de lado. Esa mezcla entre red de pesca y trampa de cazador, hicieron en mi mente soñolienta una especie de solución inseparable, donde cada una de las partículas que se acercaban a mí no hacían otra cosa más que agrandar mi confusión. Sin que se diera cuenta, y con la sutileza de una cascabel, retome esa inspiración, ahora tratando de que todos los sistemas que componían ese perfume alcanzaran lo más profundo de mi alma. Entre la ilusión y la certeza de lo imposible, todas las sensaciones de esperanza y tristeza se alojaron en mi espíritu, llenando mi corazón de insoportable turbación. Y es que era, sin lugar a dudas, la primera vez que sentía que mis pulmones, otrora tan potentes, no eran lo suficientemente amplios para recoger toda su magnificencia; la primera vez que mi sentido del olfato no era lo suficientemente perfecto como para entender cada una de sus cualidades, de sus respuestas a mis preguntas, de sus intespestivas aclaraciones y, sin lugar a dudas, de su inevitable significado.
Diez estaciones más tarde, el perfume se fue. Mientras la estela que lo hacía inmortal tanto en el vagón como en mi mente, oscilaba entre el placer de saberse invencible y la desidia del amor que no requiere esfuerzo alguno, su imagen vino a mi mente y la confusión que reinaba en ella se volvió aún más tormentosa, si eso pudiera ser posible. La moral, las buenas costumbres, la religión y el sentido de la culpa atacaron cada una de mis células y sintiendo que el piso se movía bajo mis pies, una agradable mujer me ofreció su asiento. Un caramelo surgió desde algún alma caritativa y mientras las cien personas que compartían ese viaje conmigo creían que mi problema era físico, yo repasaba cada una de las sensaciones que ese aroma había producido en mí. Es que en el fondo, más allá de mi insalvable muralla, yo sabía que ya no podría dejar de invocar su imagen frente a su perfume, su sonrisa frente a su carcajada, su canto frente a su voz, nuestra incoordinación frente a mi sentir. Porque en ese momento entendí que era su perfume el que siempre, siempre, me llevaría a él en todo momento, en todo lugar. 

24 de mayo de 2009

La similitud de llamarse Paula.-

Caminó hasta el subte como cada vez. Bajó a la terminal y subió al vagón. Miró cómo cambiaba el paisaje inerte y guardó esas imágenes en la retina de sus ojos miel. Sin contar las estaciones, supo dónde bajarse y porqué, aunque hacía rato que dormía como no había podido dormir en toda la noche. Cruzó el pasillo que la separaba del siguiente andén, y una vez allí se paró en el borde, segura de sentir el viento en su pelo suelto, una de las pocas cosas que la hacían sentir viva. Incluso si el subte jamás llegaba, los sábados la hacían sentir una persona completamente distinta. Las puertas automáticas se abrieron y caminó hacia el tren que con la más hogareña comodidad la esperaba en esa cálida mañana de mayo. La música cruzaba sus sienes dejando a su paso la paz que sólo la brisa otoñal esparce sobre las ramas de los ejemplares arbóreos mientras se deshacen felizmente de las ya marchitas y obtusas hojas cobrizas. Justamente, quizás como una parodia del destino, todo su camino había simulado un atardecer permanente, detrás de los antojos de sol marrones que la acompañaban a todos lados y que la proveían de la fachada de mujer dura que la escoltaba a donde fuera. Las puertas automáticas se bajaron a la orden de “You don’t love me/Baby, You’ve hurt me” y Paula pisó la nueva plataforma con los ojos de los pasajeros clavados en su nuca, que más allá de su conocimiento, jamás correspondía. Caminó a paso seguro por el pasillo que la separaba de la calle y subió por la escalera fija que acompañaba paralelamente vacía a los cientos de personas que avanzaban en su quietud cada vez más retardada por la escalera mecánica. “Los porteños no cambian más – pensó -. Al final, tardo menos yo con mis piernas cortas…”.

Caminó desde el subte como cada vez. Pero esta vez, todo era distinto. Él ya no estaba allí, en su mente no existían ni podrían existir más príncipes ni sapos. El azul se desteñía con cada paso que daba, tiñendo todo a su alrededor, mientras abandonaba su propio corazón. Parecía una mañana de cuento, de primavera, casi casi de mentira. Sonrió para sus adentros, escondiendo allí también una lágrima. Levantó la mirada para encontrarse con la de él, el nuevo extraño que durante una fracción de segundo cambiaría el mundo con sus ojos. Él la volvió al piso, ella la mantuvo en el horizonte que la ciudad le negaba. Siempre aparecería otra, y se repetiría la escena, y lo sabía. En el entretiempo, simplemente bastaba con seguir caminando. Porque lo que Paula finalmente no podría ya evitar era su negación a confiar, a creer, a amar. Él se había llevado sus cualidades más preciadas, y aunque la vida parecía vacía sin ellas, su cobardía y delicadeza eran demasiado grandes como para dejarla desaparecer. En ese camino, como cada mañana, el horizonte invisible le permitía seguir avanzando, con la certeza de su frialdad, de su inteligencia y de su atracción. Y junto a él, saber que nunca podría abandonarlo, porque como alguna vez había escuchado “no se deja a quien se ama. Cuando uno lo abandona, es porque ya no lo ama”. Ella jamás lo iba a abandonar, pero difícil era estar a su lado si él prefería matarla en vida. 

16 de mayo de 2009

El desatino del destino

Terminó de hablar pero realmente no lo noté. Dos horas habían pasado desde la última vez que había mirado el reloj, y aunque mi costumbre era chequearlo cada cinco minutos más o menos, durante ese rato no existió un segundo en el cual me acordara que existía ese reloj en mi muñeca, que existían esos segundos pasando, ni siquiera de que esos momentos en realidad eran momentos de otra, momentos que no me correspondía tener. Le sonreí contestándole algo que sin lugar a dudas tenía sentido respecto de lo que había estado diciendo, pero no respecto de lo que yo sentía.  Él se rió de mi torpeza para respirar, mientras yo me reía de su brillantez y de lo simpático que se veía con su bufanda bohemia y su sentido de la pasión inextinguible. 
Retomó su discurso del conocimiento, y mientras recorríamos juntos culturas que me eran claramente desconocidas, pero que le eran claramente propias, yo sentía que tomaba mi mano y me guiaba con su fuerte andar, mostrándome paso a paso cada una de las baldosas a pisar, para evitar mojarme con el agua acumulada debajo de las piezas flojas. Veía cuadros, escuchaba canciones, desentrañaba pensamientos y filosofías con la facilidad de quien conoce un idioma de nacimiento o de quien es ungido con cualquiera de los dones que un ser humano puede tener. Recorríamos pasillos angostos poblados de personajes fantásticos y reales, reconocía a todos aquellos que le hablaban en ruso mientras los valores de religiones que me eran extrañas se inmiscuían en su relatar. Llegó a mostrarme Rusia, China, Japón, Kazajstán, Italia, Francia, Arabia, Israel, Estados Unidos y su propio planeta. 
Otra vez se rió de mi fascinación, una fascinación inocultable e indescriptible, de aquellas que sólo los más valiosos hombres y mujeres pueden recibir de cualquier ser que las rodee, por más pequeño que sea. Se sorprendió cuando finalmente mi raciocinio volvió a tomar control de mis actos, y en un sorpresivo movimiento de manga leía mi reloj de pulsera, cada vez más blanco, cada vez más molesto. No creo que le haya molestado mi obsesión por el tiempo perdido, sino su inoperancia ficticia para lograr mantener mi atención eternamente en su ser. Lo que él no entendía, no sé si por su juventud, su ignorancia sobre mi persona o su avasallante necesidad de entender todo lo que lo rodeaba, era que jamás podría ya perder la atención que de mi parte había atrapado. 
Lo único que lograría apartar de él mi decisión de no perder su compañía era el conocimiento de la existencia de ella. La que siempre destruye todas mis intenciones y hacer desvanecer cada una de mis ideas. Ella, que me antecede, me anticipa y me gana de mano en cada uno de los mano a mano que tenemos. Ella es indiferente a mis necesidades y constante en leer mis deseos para adelantarse y deshacerlos cuando yo los creía posibles. Ella, la que no es otra más que la inoperancia del destino, la falta de ubicación de mi sexto sentido, la ignorancia de mi corazón. 
Mi mente volvió a funcionar como se suponía. Dejé de reír  y sonreír a sus historias y conocimientos y comencé a verlo como a cualquier otro profesor. Miré ahora varias veces mi reloj, cinco veces en media hora de hecho. Creo que él no lo notó, se había abandonado a saberme confluida en su soberbia. Finalmente, hizo una pausa. Tomó aire. Llenó sus pulmones con todo el aire que parecía no existir a mi alrededor y con la más calma gesticulación se quedó en silencio. Y es que, los velorios nunca son entretenidos, y menos cuando la difunta es la esperanza de volver a amar. 

12 de mayo de 2009

La era del hielo

Me encuentro sentada omnubilada frente a la pantalla de mi computadora pensando en que falta una milésima de segundo para que mi cerebro explote, no sé si por el dolor de cabeza o por la falta de coherencia que la vida me hace observar. La gripe me ataca de la manera más feroz. El peligro de estar seriamente siendo burlada por Cupido creo que es más virulenta aún. 
La nariz tapada, los ojos hinchados, la cabeza tamborileante, el silencio atosigante. Todo me hace creer que puedo estar contrayendo la peor de las pestes habidas y por haber en la historia de la humanidad pero, claro está, sólo la etapa sintomática (y la más dolorosa) va a poder resolver esta duda.
Leo anonadada que el amor aparece como parte del léxico de la persona que no puede amar. Y aún más sorprendida me doy cuenta de que yo, la diosa del romanticismo sin sentido tiene que ver al mismísimo Adán hablar filosóficamente de amor y sacrificio en la era del hielo. No entiendo porqué yo soy la que tiene que soportar semejante ataque a mi idolatría por los sentimientos más dulces, mientras a mi alrededor se construyen miles y miles de castillos llenos de hadas, princesas y príncipes que más que caballeros parecen adoradores de las emperatrices que los adoran. 
Mientras en mi mirada se confunden los miedos, la ignorancia, la sorpresa, el dolor y el rencor más extenso. Yo ya no sé si pienso, siento o escupo dolor. Me cruzo con la sorpresa de ver que el amor me esquiva. Y para colmo, osa burlarse de mí, como si Dios hablara con un Obispo por medio de la más poseída de las mujeres. Sonrío, como si alguien me viera, pero nadie me ve. En cuanto recuerdo que nadie me ve, las lágrimas se escapan, más allá de mis intenciones. En el recorrido que llevan, en el placer que descubren a su paso dejo un milenio más de la vida de mi corazón. 

Ya no hay más que hacer. La última palabra está dicha. No hay misterio en ser la encargada de perder el amor. 

8 de mayo de 2009

MANIFIESTO POR UNA NUEVA REALIDAD

Me rehúso a creer que la Era Dorada de la Inventiva Post Moderna ha terminado. No puedo entender que todos y cada uno de los presentes en este momento en el Planeta se instalen en la facilidad de la ignorancia, la ignominia y la delicadeza del no ver. Acobardados detrás de los escritorios de su permanente reiteración de estupidez encuentro agazapados sueños, poesías, actuaciones, milagros de la bohemia súbitamente abandonada por la juventud contemporánea. El siglo XXI ha decidido que lo importante viene en frasco etiquetado, y simplemente nuestras vidas se han transformado en una gran caja registradora, por la que nuevos y cada vez más sorprendentes productos que agotan lo poco que residía en nosotros de la antigua y abandonada “imaginación”. No hay lugar en nuestras asediadas agendas para convertir lo que queda en ellas de ocio en producción real: leer, escuchar y observar cada vez más internamente, cada vez más consciente y oníricamente, es la salida y el escape de nuestras rutinas y nuestros calmos y organizados procesos de existencia. Y sobre todo, especialmente, crear.

Las mentes modernas, que completan y construyen el espacio de sobrevivencia de este Mundo y en particular de esta sociedad, han contribuido por su experiencia, su existencia o su planificación y evolución, a destruir la posibilidad de formar un sistema de valores reales, basados en la felicidad de todos, más allá de la egoísta idealización de sus objetivos. La revolución del éxito se contrapuso con la rebelión del arte y las almas libres, y la empresa conservadora de mantenernos inocuos al cambio se llevó a cabo sin ninguna baja, sin ninguna piedra que siquiera la hiciera temblar.

Creo que somos las víctimas de esta manipulación mental y sentimental que llamamos “evolución”. Creo que somos los vividores de un excremento social que nos presentan como milagro u oasis urbano. Creo que somos los que fabricamos nuestra propia identidad de muñecos de trapo. Creo que somos muchos más de los que creemos ser: alcanza con mirar por la ventana del colectivo, por la retina del ojo que transportamos, por la voz del que pide una moneda, por la insensibilidad de quien ocupa una realidad que no le es propia y que robó sin pensarlo dos veces. Creo que somos los que pintamos las canciones del futuro, los que cantamos los poemas del misterio a venir, los que escribimos las líneas que perfilan los senderos que recorreremos, los que cada vez con más énfasis dejamos estampado en el corazón de esta publicidad circular llena de individuos la necesidad de recuperar lo que alguna vez nos convirtió en seres distintos y nos paró en dos patas: la necesidad de desarrollarnos. Estoy convencida de que los bohemios, los artistas y los reos; los abogados, los médicos y los contadores; los nuevos, los de siempre y los viejos; los milagrosos, los adictos y los ineptos; los astutos, los zarpados y los abandonados; los que saben qué hacen en esta vida y sobre todo los que todavía no, les importe mucho o no tanto; todas las personas que acompañan el andar de la que se cruzan en la calle son responsables de cambiar esta realidad, de crear una nueva realidad. Una realidad de pensamientos, entendimiento, igualdad, comprensión y destreza creciente.  Somos.