16 de mayo de 2009

El desatino del destino

Terminó de hablar pero realmente no lo noté. Dos horas habían pasado desde la última vez que había mirado el reloj, y aunque mi costumbre era chequearlo cada cinco minutos más o menos, durante ese rato no existió un segundo en el cual me acordara que existía ese reloj en mi muñeca, que existían esos segundos pasando, ni siquiera de que esos momentos en realidad eran momentos de otra, momentos que no me correspondía tener. Le sonreí contestándole algo que sin lugar a dudas tenía sentido respecto de lo que había estado diciendo, pero no respecto de lo que yo sentía.  Él se rió de mi torpeza para respirar, mientras yo me reía de su brillantez y de lo simpático que se veía con su bufanda bohemia y su sentido de la pasión inextinguible. 
Retomó su discurso del conocimiento, y mientras recorríamos juntos culturas que me eran claramente desconocidas, pero que le eran claramente propias, yo sentía que tomaba mi mano y me guiaba con su fuerte andar, mostrándome paso a paso cada una de las baldosas a pisar, para evitar mojarme con el agua acumulada debajo de las piezas flojas. Veía cuadros, escuchaba canciones, desentrañaba pensamientos y filosofías con la facilidad de quien conoce un idioma de nacimiento o de quien es ungido con cualquiera de los dones que un ser humano puede tener. Recorríamos pasillos angostos poblados de personajes fantásticos y reales, reconocía a todos aquellos que le hablaban en ruso mientras los valores de religiones que me eran extrañas se inmiscuían en su relatar. Llegó a mostrarme Rusia, China, Japón, Kazajstán, Italia, Francia, Arabia, Israel, Estados Unidos y su propio planeta. 
Otra vez se rió de mi fascinación, una fascinación inocultable e indescriptible, de aquellas que sólo los más valiosos hombres y mujeres pueden recibir de cualquier ser que las rodee, por más pequeño que sea. Se sorprendió cuando finalmente mi raciocinio volvió a tomar control de mis actos, y en un sorpresivo movimiento de manga leía mi reloj de pulsera, cada vez más blanco, cada vez más molesto. No creo que le haya molestado mi obsesión por el tiempo perdido, sino su inoperancia ficticia para lograr mantener mi atención eternamente en su ser. Lo que él no entendía, no sé si por su juventud, su ignorancia sobre mi persona o su avasallante necesidad de entender todo lo que lo rodeaba, era que jamás podría ya perder la atención que de mi parte había atrapado. 
Lo único que lograría apartar de él mi decisión de no perder su compañía era el conocimiento de la existencia de ella. La que siempre destruye todas mis intenciones y hacer desvanecer cada una de mis ideas. Ella, que me antecede, me anticipa y me gana de mano en cada uno de los mano a mano que tenemos. Ella es indiferente a mis necesidades y constante en leer mis deseos para adelantarse y deshacerlos cuando yo los creía posibles. Ella, la que no es otra más que la inoperancia del destino, la falta de ubicación de mi sexto sentido, la ignorancia de mi corazón. 
Mi mente volvió a funcionar como se suponía. Dejé de reír  y sonreír a sus historias y conocimientos y comencé a verlo como a cualquier otro profesor. Miré ahora varias veces mi reloj, cinco veces en media hora de hecho. Creo que él no lo notó, se había abandonado a saberme confluida en su soberbia. Finalmente, hizo una pausa. Tomó aire. Llenó sus pulmones con todo el aire que parecía no existir a mi alrededor y con la más calma gesticulación se quedó en silencio. Y es que, los velorios nunca son entretenidos, y menos cuando la difunta es la esperanza de volver a amar. 

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