12 de mayo de 2009

La era del hielo

Me encuentro sentada omnubilada frente a la pantalla de mi computadora pensando en que falta una milésima de segundo para que mi cerebro explote, no sé si por el dolor de cabeza o por la falta de coherencia que la vida me hace observar. La gripe me ataca de la manera más feroz. El peligro de estar seriamente siendo burlada por Cupido creo que es más virulenta aún. 
La nariz tapada, los ojos hinchados, la cabeza tamborileante, el silencio atosigante. Todo me hace creer que puedo estar contrayendo la peor de las pestes habidas y por haber en la historia de la humanidad pero, claro está, sólo la etapa sintomática (y la más dolorosa) va a poder resolver esta duda.
Leo anonadada que el amor aparece como parte del léxico de la persona que no puede amar. Y aún más sorprendida me doy cuenta de que yo, la diosa del romanticismo sin sentido tiene que ver al mismísimo Adán hablar filosóficamente de amor y sacrificio en la era del hielo. No entiendo porqué yo soy la que tiene que soportar semejante ataque a mi idolatría por los sentimientos más dulces, mientras a mi alrededor se construyen miles y miles de castillos llenos de hadas, princesas y príncipes que más que caballeros parecen adoradores de las emperatrices que los adoran. 
Mientras en mi mirada se confunden los miedos, la ignorancia, la sorpresa, el dolor y el rencor más extenso. Yo ya no sé si pienso, siento o escupo dolor. Me cruzo con la sorpresa de ver que el amor me esquiva. Y para colmo, osa burlarse de mí, como si Dios hablara con un Obispo por medio de la más poseída de las mujeres. Sonrío, como si alguien me viera, pero nadie me ve. En cuanto recuerdo que nadie me ve, las lágrimas se escapan, más allá de mis intenciones. En el recorrido que llevan, en el placer que descubren a su paso dejo un milenio más de la vida de mi corazón. 

Ya no hay más que hacer. La última palabra está dicha. No hay misterio en ser la encargada de perder el amor. 

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