La similitud de llamarse Paula.-
Caminó hasta el subte como cada vez. Bajó a la terminal y subió al vagón. Miró cómo cambiaba el paisaje inerte y guardó esas imágenes en la retina de sus ojos miel. Sin contar las estaciones, supo dónde bajarse y porqué, aunque hacía rato que dormía como no había podido dormir en toda la noche. Cruzó el pasillo que la separaba del siguiente andén, y una vez allí se paró en el borde, segura de sentir el viento en su pelo suelto, una de las pocas cosas que la hacían sentir viva. Incluso si el subte jamás llegaba, los sábados la hacían sentir una persona completamente distinta. Las puertas automáticas se abrieron y caminó hacia el tren que con la más hogareña comodidad la esperaba en esa cálida mañana de mayo. La música cruzaba sus sienes dejando a su paso la paz que sólo la brisa otoñal esparce sobre las ramas de los ejemplares arbóreos mientras se deshacen felizmente de las ya marchitas y obtusas hojas cobrizas. Justamente, quizás como una parodia del destino, todo su camino había simulado un atardecer permanente, detrás de los antojos de sol marrones que la acompañaban a todos lados y que la proveían de la fachada de mujer dura que la escoltaba a donde fuera. Las puertas automáticas se bajaron a la orden de “You don’t love me/Baby, You’ve hurt me” y Paula pisó la nueva plataforma con los ojos de los pasajeros clavados en su nuca, que más allá de su conocimiento, jamás correspondía. Caminó a paso seguro por el pasillo que la separaba de la calle y subió por la escalera fija que acompañaba paralelamente vacía a los cientos de personas que avanzaban en su quietud cada vez más retardada por la escalera mecánica. “Los porteños no cambian más – pensó -. Al final, tardo menos yo con mis piernas cortas…”.
Caminó desde el subte como cada vez. Pero esta vez, todo era distinto. Él ya no estaba allí, en su mente no existían ni podrían existir más príncipes ni sapos. El azul se desteñía con cada paso que daba, tiñendo todo a su alrededor, mientras abandonaba su propio corazón. Parecía una mañana de cuento, de primavera, casi casi de mentira. Sonrió para sus adentros, escondiendo allí también una lágrima. Levantó la mirada para encontrarse con la de él, el nuevo extraño que durante una fracción de segundo cambiaría el mundo con sus ojos. Él la volvió al piso, ella la mantuvo en el horizonte que la ciudad le negaba. Siempre aparecería otra, y se repetiría la escena, y lo sabía. En el entretiempo, simplemente bastaba con seguir caminando. Porque lo que Paula finalmente no podría ya evitar era su negación a confiar, a creer, a amar. Él se había llevado sus cualidades más preciadas, y aunque la vida parecía vacía sin ellas, su cobardía y delicadeza eran demasiado grandes como para dejarla desaparecer. En ese camino, como cada mañana, el horizonte invisible le permitía seguir avanzando, con la certeza de su frialdad, de su inteligencia y de su atracción. Y junto a él, saber que nunca podría abandonarlo, porque como alguna vez había escuchado “no se deja a quien se ama. Cuando uno lo abandona, es porque ya no lo ama”. Ella jamás lo iba a abandonar, pero difícil era estar a su lado si él prefería matarla en vida.
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