17 de diciembre de 2012

De destruirte sin querer.

Se la comía con los ojos. Y eso solamente porque sabía que no podía tenerla entre sus brazos. De todos los vicios que se había cruzado, su voz resultaba uno de los más adictivos. La miró de nuevo. Ciertamente no era la mujer más hermosa del mundo, pero tenía su atractivo. No estaba seguro de si eran sus ademanes certeros, su risa desaforada o su cara cubierta de juventud, pero algo en ella la hacía brillar. Quizás también tuvieran alguna importancia en la imagen el alcohol o sus otros vicios, pero en la combinación resaltaban únicamente sus dotes de estrella. 
Le sonrío mientras le contaba lo que no debía contarle. A esas horas de la noche, cuando sólo se derrapa, únicamente elegís entre humillarte o dejarte llevar. Todo su contexto le decía que no debía. Las imágenes en su cabeza (cada vez más borrosas) le insinuaban que la noche invitaba a respirarla. Cuanto más trataba de amedrentarla, más escurridiza se volvía. No dejaba nunca de ser inocente, se balanceaba todo el tiempo por la cornisa del erotismo. Y en su cabeza ruidos y silencios.
Quizás fuera una apuesta del destino, quizás una movida sucia del diablo. Lo único que sabía en aquel momento era que si controlaba sus manos, era por puro milagro. Ella bailaba con el viento mientras se dejaba envolver por un halo blanco de felicidad. Lejos, de toda su belleza, la sonrisa le ganaba a sus piernas (y eso que le gustaban sus piernas). 
Él no creyó nunca en dios, ni mucho menos en el demonio, pero si existían, estaban peleando dentro suyo en ese mismo instante. No vayan a creer que los veía, pero podía sentirlos, arrancándole el corazón para un lado y la piel para el otro. 
Mientras, en el otro lado del puente, ella flotaba. Le veía en los ojos las ganas de devorarla, y en las manos la impotencia de no deber. Sentía que cada vez que le hablaba, él la seguía con el intento de poderla tener. Los miedos de él eran su autoestima, y cada vez que se contenía la hacía crecer. Ella no tenía miedo, no tenía nada que perder, pero sabía que él estaba entre la espada y la pared. 
Se quedó quieta. Ni sonrisas, ni sensualidad, ni sensación alguna. No le regaló más nada. Entonces él no pudo más y se entregó al infierno, a los karmas que le vendrían, a la incomodidad del viaje de vuelta. La tomó por la cintura y se dejó llevar. Y ella, en su estado aéreo más puro, le regaló un poco de aire fresco para respirar. 

12 de octubre de 2012

Soy


Soy el sistema vivo que conociste, y mantengo mi células andando
cuando respiro soy eterna y cuando sonrío aparece el mundo girando.
Soy humana o parezco, soy compulsiva, errante y aunque no quiero
soy un poco más confusa y confundida de lo que espero.
Soy la misma rosa que te pinchaba, la que rompía y lastimaba
aquella que construía cielo o infierno según callara o hablara.
Soy  luz y soy sombra, soy el viento helado que golpea bajo tu gorra, 
soy la verdad y el error, soy siempre solitaria, hace cien años y ahora. 
Soy cada una de las opciones, honesta, mentirosa, y neutra.
Cada misterio del mundo, y cada chisme que las vecinas cuentan.
Soy lo mismo que viviste, que conociste, lo que será y lo que fue,
aunque haya sido insoportablemente dulce, insoportablemente cruel. 
Soy palabra y soy olvido, soy recuerdo amargo y silencio de amigo.

Soy la que ahora logra ver lo que sos, nada de víctima, mucho de semidios.
La que te convirtió en héroe, la que te vio cercana al magno sol.
Cuando me sonreías, cuando me retabas, cuando transformabas la vida
eras el hermano mayor que me enseñaba cómo seguir día a día.
Y sin embargo, ciega, necia y renga, no aprendí cómo caminar,
no aprendí a ver lo cierto, todo lo que eras fuera de mi verdad.
Soy pichón sin alas, de esos que no pueden aunque quieran volar.
Soy la que creyó en un nuevo mañana para abrir los ojos y despertar.

Y sé que fui idiota, que convertí el mundo en fantasía y sueño
transformándote en el ejemplo de un universo absolutamente nuevo.
Porque detrás de todos los velos, los reinos y las altas montañas
no había norte que me llevara al cielo, no te conocía en tus entrañas.
Te sorprendí en oscuras cuando menos lo esperabas, te quedaste sin luz
y cuando menos lo querías mostraste tu verdadero yo, soltaste tu cruz.
Soy la que te desea el mejor de los caminos, y que las piedras desaparezcan.
La que te regala estas rimas con el dolor de todas sus letras.
Porque cuando el cielo es eterno, y la esquina es un  simple baldío,
te regalo mis mejores deseos y mi agradecimiento de un nuevo vacío,
el que me impulsa a no creer nunca más en mis propios espejismos, 
el que me impulsa a buscar mi nuevo Norte,a ir a buscar lo que es mío. 

23 de agosto de 2012

Todas las noches, toda.

De todas las noches, la primera fue la más difícil. Las piernas me temblaban, los ojos no dejaban de humedecerse y los gritos a mi alrededor se hacían más fuertes a medida que pasaba el tiempo. Quería acabar todo, pero no tenía la forma. Quería cambiar todo, pero no tenía la fuerza. Quería esperar por todo, pero no tenía la esperanza. 
Las siguientes noches fueron más suaves, pero más oscuras. Aquel mes lluvioso y gris no ayudó a llevarlas con facilidad. Cada nube era un nuevo desaliento, cada ráfaga de tormenta el milagro que decidía no parar. Encontré en el ocio y la juventud los ansiolíticos del alma que creía soluciones. Semanas pasaron, las lunas cambiaron y yo seguía creyendo que había un sol.
Como quien no espera nada, una noche ya después de muchas horas, salió una estrella entre los nubarrones. Estaba opaca, sucia, pero refulgía en el cielo borroso. Apareció y pareció ser la misma que siempre veía. Hacía tiempo que necesitaba que apareciera, y su coordinación con mi deseo parecía ensayado. 
De las noches que continuaron surgiendo, sólo aquella parecía brillante. Ninguna otra mostró la luna, u otra estrella. Todos y cada uno de los firmamentos de la ciudad se encontraron durante meses iluminados por una pequeña vela, que se encendía más con el paso del tiempo. 
Cuando menos lo esperaba, la estrella explotó. Mis ojos se cegaron y mis oídos se aturdieron. Creí que nunca más escaparía a esa pesadilla de estelas incandescentes y estruendos ensordecedores. Los segundos parecieron siglos, los minutos milenios. Cada partícula de esa estrella que se incrustaba en mi mundo repercutía en mi piel con el candor de mil fogatas. Ya no podría identificar dónde estaba asentada la estrella, la única, pero sin dudas puedo decir que ni el cielo, ni la noche ni la tierra fueron los mismos después de su desaparición.
No puedo negar que esperaba la salida del sol a la mañana siguiente. Difícil explicar el dolor en el pecho cuando al levantarme no vi más que los ojos empañados y las lágrimas de un cielo que lloraba la muerte de su última esperanza de brillar.

9 de junio de 2012

De las palabras y el miedo a sanar.

Nunca creí en las casualidades, pero ésta no era una ocasión cualquiera. El hecho de que arbitrariamente mi máquina hubiera cobrado vida justo a tiempo para sacarme de las manos semejante escrito no hacía más que proyectarme erradamente en mis ideas. Hacía tiempo que esperaba equivocarme de manera tan evidente, pero nunca me imaginé que fuera la tecnología, enemiga histórica de mis sentimientos, la que me expusiera frágil ante mi inconsistencia personal.
Calculo que no había pasado las cincuenta palabras, pero lejos de ser inocuas, resultaban las más valientes y sinceras que en mucho tiempo habían salido de mi alma. Quisiera pensar que puedo volver a escribirlas, pero incluso con toda la energía que surge de mi interior al momento de sentarme frente a las letras, no creo que pudiera permitírmelo. No es que fueran violentas, ni siquiera insultantes, pero de su honestidad surgía el dolor más poderoso que jamás había conocido.
Sentía la impotencia de siempre, regocijada en la imposibilidad de reescribir lo perdido. Había algo de escurridizo en mi sistema de escribir. Una sensación de catarata momentánea que resultaba ilógica en mi sistema de vida. De todas mis normas, mis límites, mis planes, mis ordenamientos, las letras resultaban borrosas por su espontaneidad.
De repente, con esa sorpresa que siempre me produce lo que aparece en la pantalla, reaparecieron esas palabras perdidas. Me asusté de mi misma, de lo que no podía hacer. Si ese manojo de sentidos que solos se cayeron en el papel de mentira una vez había vuelto, ¿cuántas eran las cosas que iban a volver, cuando menos las esperara, en el momento menos oportuno?
A diferencia de lo que uno espera cuando se asusta, no me paralicé. O sí, pero no de la manera en la que la gente suele paralizarse. Me paralicé al no poder evitar actuar como suelo hacerlo: respiré hondo y seguí con lo que estaba haciendo, como lo estaba haciendo, a pesar de no quererlo. La impotencia que provoca la realidad cuando resulta violenta contra uno, con tal poder que te hace creer que no podés saltar antes del precipicio, destruye los ánimos de cambiar.

Me quedé esperando que saliera de mí el demonio que arrasa con cuanto frívolo deseo del mundo, ése que creo tener cuando discuto con el silencio de mi propia consciencia. Sin embargo, nunca apareció. Corté lo escrito y miré la hoja en blanco. Sabía que con un sólo click podía recuperar lo escrito y volver a enfrentarme, pero no lo hice. Cerré todo, incluyendo mis ojos. Las palabras brotaron de nuevo, pero ahora nadie las conocería, ni siquiera yo. Enfrentarlas no era una opción, parar tampoco. Abrí los ojos y me senté al teclado. La pantalla nunca había estado más en blanco.

23 de abril de 2012

La luz y su estela.

De todas las luces de la ciudad, sin dudas ésa era la más brillante. No había ojo que no cegara, ni alma que no pudiera atravesar. Corría como el agua entre los dedos, y el viento no hacía más que proyectarla a todos y cada uno de los seres de este mundo.
Avanzaba confundida mientras buscaba su rumbo. Había abandonado todo lo que creía creer y ahora, sin más que sus sueños a quien rogarles un camino, recorría las calles urbanas con el miedo de no ser más que un espejismo. Ahora sí, de todas las luces que podrías conocer, sin dudas ésta te convertiría en todo aquello que jamás pensarías  poder ser. 
Había un silencio incómodo rondando en el aire de la ciudad. No me refiero a ése que se había producido entre la señora con su cartera gigante y el niño al que había golpeado durante la última hora en un colectivo atestado de almas. Era un silencio más parecido al que se mal ubica entre dos compases perfectamente compuestos. Ése que se oye a lo lejos, aunque uno no le esté prestando atención. Algo similar a lo que falta sin que se note, pero que no debería faltar. 
Se frenó y miró alrededor. Buscó al reflejo en el cuadro que la enmarcaba, pero no logró ver nada más que su propia estela. Corrió aún más rápido hasta el siguiente espejo, pero nuevamente no pudo ver más que el reflejo de lo que en algún momento fue.
Solamente cuando pudo atravesar una lágrima que caía desahuciada hacia la tierra descubrió que era mucho más que su pasado. Era todo aquello que quisiera ser, en cuanto color deseara, en cuanto brillo buscara. Ya no resultaba tan difícil ver todo lo que se escondía dentro suyo. Ahora lo imposible estaba en encontrar nuevamente la gota que la transformara en arcoiris en lugar de estela desfalleciente.
Otra vez las cabezas rotaron. Pero ya no se cegaban, sino que ahora buscaban entender ese relámpago que tanto se parecía a un difuminado arcoiris. Lamentablemente, semejante estrella no iluminó tanto como para que los ojos tan grises pudieran salir del cemento permanentemente.