Mientras una canción sonaba por detrás de mis sienes, Rita sonreía al ritmo de una tonada gallega que nada tenía de torpe. Las letras se dispersaban por el cuarto y un halo de terror rodeaba todo aquello que parecía infernal y caluroso en aquella refrigerada habitación. Unos cuantos minutos más tarde, era otra la imagen del mismo espacio, y Rita ya no sonreía, sino que dejaba entrever lo que sus ojos querían gritar pero su mente no dejaba escapar: el pavor de conocer la verdadera soledad.
En otro lugar del mundo, más lejos o cerca según se lo mire, Felipe describe al peor de los pecados como el mejor de los inventos, y ahora que cree en lo que vende, convence al resto del Universo de que aquel mágico producto no es más que la nueva creación bajada casi por el mismo Salvador para la solución de todos nuestros problemas. Un par de canciones después, Felipe entiende que si no fuera por las multitudes que convoca y los millones que estafa, ninguno de los segundos que dura su vida sería mucho más útil que el de una gota de agua salada agregada al mar.
Días después, en la misma habitación, Rita supone que nada puede caer más bajo que su vida en ese mismo instante. La ignorancia de cómo sobreponerse a la impotencia de no saber manejar el poder la llevan a pensar que nada ha cambiado, que no importa lo mucho que se esfuerce, todo termina en el hecho de que no puede hacer nada para retenerlos junto a ella. Él, por otra parte, ostenta todo lo que ella jamás tendrá ni querrá para ostentar: la desidia, el poder, la soberbia y la mayor de las frialdades para arrancar de los brazos de una madre a sus hijos. Ya no hay tonada gallega que alegre, sino pasajes a Barcelona que destruyen el alma de una mujer más fuerte que cualquier diamante. Ya no hay melodía sincera que haga sonreír, sino notas sueltas que permiten lagrimear como si no hubiese otro día por delante.
Años después, el producto se ha vencido. Felipe entiende que lo único que requería la felicidad era destrozar unos cuantos miles de personas que se lo merecían bajo la exucsa de su propia estupidez. Y es que, como buen abogado, sabe que nadie puede alegar su propia idiotez como causal de invalidez frente a la insatisfacción de haber cometido un error. Sonríe para afuera, llora para adentro. Ya no hay forma de escapar a la culpa que lo rodeara y destruirá en lo que le queda de vida. Quizás los caballos de fuerza y el sonido de sus exóticos tucanes le permitan reforzar su alma al punto tal de liberar toda la penuria que lo acongoja.
En un bar de un barrio cualquiera, en la peor de la ciudades, en el mejor de los mundos, Rita y Felipe se encuentran tras haber dejado atrás, en un puente, la posibilidad de solucionar de la manera más fácil todos y cada uno de sus problemas. Rita lo conoce, Felipe también. Saben lo que va a pasar ahora. Saben que ya nada va a ser igual esa noche. Saben que la gira empezó. Saben, mejor que nadie, que ya no hay vuelta atrás.