14 de noviembre de 2009

Nervios.-

Nervios. Esas horas antes siempre parecían agotadoras. Preferiría simplemente levantarme dentro del teatro y arrancar desde la manta que me rodea. Pero no, me toca tener que despertarme, acordarme de la función, acordarme de que cualquier error va a repercutir en el examen de los que me estén viendo, y sobre todo, en mí y mi performance. Cambiarme, arreglarme, maquillarme, sonreír. Sí, en el medio del caos interno, en el medio de la 3° Guerra Mundial interior, sonreír y asumir que todo va a salir bien. Saludar, desayunar, seguir sonriendo. Decir que estoy tranquila, cuando lo más parecido a mis manos son la de un enfermo de Alzheimer. Respirar hondo y mientras tomo el tibio café con leche, repasar las piezas, una por una, con sus partes preciosas y aquellas que todavía no puedo cantar. Desarmarme cada vez que recuerdo un error de los ensayos, y rogar que se repita cada vez que recuerdo un acierto en otro. Atravesando mi conmemoración a las notas caídas, los comentarios del profesor, de los compañeros, de los que me escuchan y ven algo en mí que a mí todavía me cuesta ver.
Freno, abro los ojos y suelto el aire que contenía. Disfruto de la posibilidad de subirme a esa cantante que se me para enfrente, de ponerme en su traje y de mostrarme más allá de mi cabeza. No tengo que ser brillante, no tengo que ser preciosa, no tengo que descubrir la teoría de la relatividad. Tengo que demostrar que adentro mío hay algo que me permite la magia de cantar y de cruzar de esternón a vértebra al que está en frente escuchándome. Quizás, no sea Callas, quizás no lo sea aún. Mis manos empiezan a dejar de temblar. Mis piernas de repente se vuelven ombúes y sostienen a mi cuerpo como nadie. Pongo a mi cabeza en tercera y empiezo a mirar el paisaje.
Abro la puerta y salgo para la presentación. Los nervios quedan por la escalera, la cocina, el comedor. La calle se vuelve un paraíso y su calma me llena. Cualquier error puede ser subsanado. Cualquier acierto va a ser relevante. Y en el medio de un día gris, un rayo de sol atraviesa las persianas que no me lo permitían ver. Sólo tengo que caminar.

6 de noviembre de 2009

Despertarse.-

Gris, húmedo y pegajoso. Ariadna se levantó pensando en quedarse durmiendo, pero se levantó. Marcos se levantó pensando en levantarse, y se levantó. Beso de buenos días silencioso de por medio, ambos dos encaminaron el ritmo de sus rutinas. Ella fue a la cocina a desayunar, él a la ducha. Mientras leía el diario y hacía como que disfrutaba de esa tostada, escuchaba la radio y el calor atroz que le enviaba con la máxima temperatura le pegaba en cada una de las células de su piel. En el baño, caía el agua cada vez más fría, y reventaba el enfriamiento en un estruendoso grito que no era acorde a la distancia que el dos ambientes establecía entre ellos. Una vez recompuesta la temperatura del agua, el silencio mental que trataba de alcanzar no le resultaba para nada sencillo. Esa radio que escuchaba no le permitía alejarse de la realidad, pero casi que estaba acostumbrado. Cerró la canilla y salió deseando salir.
Cuando cruzó la puerta, la rutina se volvió inútil, el hastío estúpido y la violencia innecesaria. Estaba ahí, con calor, con hartazgo, en silencio, desayuno mediante. Estaba ahí, como siempre, tan morocha y tan blanca, tan silenciosa en el medio de tanto ruiderío. Se acercó despacio, como para no despertarla antes de tiempo, temeroso de lastimar su tranquilidad. La abrazó y le dio un beso que no encajaba en la rutina, porque no era gris pero era húmedo y pegajoso, como el verano aquel en el que se habían conocido.
Lo miró y después de mucho tiempo lo volvió a reconocer. Era él, tal y como lo había conocido, hacía casi 15 años. Siempre con esos ojos negros que resplandecían al verla, y que le reflejaban su imagen más bella. Hacía años que no le mostraba que seguía siendo la reina, por lo menos, de su palacio de dos ambientes. Y le devolvió el beso con todo el amor que su mirada podía reflejar.
Húmedo y pegajoso sí, pero de gris ese día no tenía nada. Salieron a la calle juntos, trajeados, llaves del auto en las manos. Pero les alcanzaba con saber que habían vuelto a tener 17 otra vez, y habían decidido no volver a crecer nunca más.