Era una noche como cualquier otra y tan distinta a las demás que asustaba. Sus ojos de cristal se habían transformado en brillantes llenos de magia, y cuanto más se despertaban, más iluminada parecía la realidad. Todo a nuestro alrededor era sincero (creo que jamás conocí otra luz tan brillante como aquella), dejando que corriéramos por la verdad como quisiéramos. Cuanto más corríamos, más necesitábamos seguir. Nos sentíamos eterno, inmunes a la verdad y a la mentira, únicos en el planeta y acompañados por una humanidad que no tenía la menor idea de lo que la vida era en realidad. Subíamos escaleras, escalábamos balcones, atravesábamos milenios, cumplíamos nuestra misión de cambiar el tiempo a la perfección. Si algo nos impedía seguir, no frenábamos ni nos sentíamos perdidos, ah no. Respondíamos con lucha, pasión y risas. A cada paso, los obstáculos aparecían y desparecían con la misma facilidad que un sueño desaparece cuando nos despertamos.
Contábamos con la ayuda de la oscuridad de la ciudad para seguir todos los pasos, pero no significa eso que sin ella no lo hubiésemos podido hacer. La valentía de su mirada le respondía a mi pavor que la más suculenta recompensa nos esperaba al final de semejante recorrido. Sumaba más misterios a su increíble pero oculta imaginación. Ninguno de los dos teníamos en claro si era suficiente con nuestro plan, pero creíamos en la suerte del principiante, y no nos dejábamos amedrentar por uno o dos que nos trataban de disuadir.
Acomodamos nuestros cuerpos y mentes a la tarea a terminar, y continuamos por las sinuosas calles de la urbe, que poco a poco se transformaban en desiertos a medida que la noche les absorbía la vida con su penumbra. No voy a mentir, no podría: no podía estar más aterrorizado. Pero era así cuando estábamos juntos: nada era demasiado fácil, nada demasiado imposible, nada era absoluto. La relatividad de la posibilidad de caer no era una opción para nosotros.
Volamos alto, muy alto, soñando con paraísos infinitos y universos del tamaño de un alfiler. Las estrellas que nos encandilaban se fundían lentamente con la imagen de nuestros deseos, y los árboles que nos rodeaban se volvían inertes al paso de los minutos. Todo en nuestro cielo se fusionaba con espejos de colores y monedas de chocolate. Cualquiera hubiese tratado de entenderlo, nosotros nos conformábamos con agradecer que podíamos vivirlo.
De repente, un horizonte en carne viva nos avisaba del final de nuestra empresa y el comienzo del retorno a casa. Héroes los dos, salvados por la vitalidad misma de la naturaleza y la felicidad absoluta de sabernos inmortales en nuestra finitud. Bajamos escaleras, descendimos balcones, volvimos el tiempo atrás. Nos dejamos vegetando en un amanecer de furia y dulzura, con la necesidad de volver a vivir lo antes posible, sabiendo que el deleite de esa noche era nuestro y que en nuestra misión, era el punto final.-