Como Siempre (rutina)
Después del mareo, sentí la cabeza más liviana que antes. No sabría explicarlo, pero imagínense sus cabezas con un sombrero de cemento, que de un momento a otro alguien viene y se lo lleva. Algo como eso, pero más aliviador. Fue entre el tiro en el travesaño y la señal del árbitro. De todos modos, no me asustó no recordar lo que pasó en el medio (supuse que era común para un mareo tan intenso e inesperado).
Un par de horas después, la cabeza no parecía haber vuelto a su mismo peso. “¿Sabías que cuando la gente se muere, pierde 21 gramos inmediatamente y nadie sabe el porqué?”, me contó una vez, cuando era muy chica, Sabrina. Era la prima mayor que todos hubiesen querido tener y que yo hubiese querido perder. Le encantaba arruinarme todas las buenas cosas de la niñez. No esperó a mi octavo cumpleaños para destruirme la ilusión navideña, junto con el ratón, los magos y demases felicidades de infancia. Ahora, venía a decirme que cuando uno se muere, encima tiene que seguir vivo en algún lado, lejos de lo que le gusta y solo. No me gustó nada, así que me convencí, como siempre, de que mentía.
Sin embargo, esa noche me pareció que no podía dejar de pesarme. Hacía ya tiempo que mi vida se encontraba acotada, entre otras cosas, por la mágica balanza. Por supuesto, como todas las mañanas a las 7, me levanté y fui directamente a saludarla. Me respondió como siempre en números poco agradables. Su construcción digital me permitió observar a esa tardía hora de la noche, el número menos agradable de todos. 21 gramos menos. “No, es mentira”, me convencí, como siempre, desde chica.
Otra vez sábado a la noche y yo seguía tratando de concentrarme en esa frase que empezaba el libro. Los carnavales de 1927 y el sueño de Emilio Gauna no parecían atraparme como lo había hecho ya en otras tantas ocasiones. Me resultó extraño, pero confié en que era sólo mi cansancio, gritándome que no tenía energías ni siquiera para empezar a acompañarlo nuevamente en su aventura por Buenos Aires. Apagué mi lámpara y giré hacia la pared, como siempre.
Los gritos y la canción de turno se mezclaron en mi despertar. Apagué el despertador y mientras los chillidos parecían no tener fin, volví a esconderme del mundo en mi cama. La luz del día por entre las persianas del balcón no me dejó disfrutar de mi guarida por mucho tiempo más, así que declaré la paz con el día abriéndolas (como siempre, ganaba). En general, la resolana nunca me había gustado, me hacía doler la cabeza. “Qué raro, no pareciera hacerme nada hoy…”. Recordé la pesadilla de la noche anterior: de un momento a otro, mi cabeza pesaba menos. Cuando giré para verme en el espejo, me extrañó que no me dolieran las cervicales, mi trauma de toda la vida.
Inevitablemente corrí a la balanza (ya eran las 8, mi horario se encontraba atrasado y debía recomponerlo lo antes posible). De nuevo, ese numerito: 21 gramos menos. Lo único que quería era encontrar una respuesta. Miré a mi alrededor y nada parecía tan brillante como siempre, ni siquiera mi reflejo. Me cambié rápidamente y sacrifiqué mi desayuno para disfrutar de mi tranquila rutina diaria. Insólitamente, noté que ninguna de las tres personas que me chocaron en la calle y en el colectivo repararon en mí, siquiera para mirarme. El colectivero apenas escuchó mi voz cuando pedí el boleto al centro, y casi me tira cuando bajaba del colectivo, como si no me hubiera visto por el espejo.
Qué resulta todo cuando uno desea abrir los ojos. Después de mi rutinario lunes, tal y como estaba planificado, fui a encontrarme con él. Me besó y se alejó velozmente. Me miró como si no me conociera. Lo besé nuevamente, y volví a sentir lo mismo de antes: nada. Caminamos los dos hacia la puerta del café de siempre, sin decir una palabra. Nos miramos a los ojos y mientras él se alejaba hacia Libertad, yo caminaba para Cerrito. Sólo volteó al escuchar el grito de la mujer que trató inútilmente de frenarme ante el semáforo en rojo. Si no tenía alma para amarlo, entonces la vida se volvía realmente inútil y rutinaria.
Vi cuando Sabrina trataba de consolarlo. La vi llorando y diciendo cuánto me había querido. La vi enojada por no saber qué era de mí y si yo estaba en algún lugar mejor, culpa de la desconfianza en sus ideas que mis negativas le habían impuesto. Sabiendo que no me oiría, le respondí: “Perdón, tenías razón. Como siempre la tuviste”.
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