Otra vez mirar por la ventanilla del colectivo le hacía recordar su cara. Pasó de canción porque no quería ver su sonrisa otra vez frente a sus ojos cerrados por el sueño. Nunca calculaba bien el tiempo que tardaba el 99 hasta su casa, siempre calculaba de menos. Era por eso que llegaría tarde. Otra vez.
Se bajó corriendo, y corriendo hizo las tres cuadras que separaban la parada de su casa. Cuando se frenó de golpe frente a la entrada, para buscar agitada las llaves, en la mirada nublada volvió a aparecer su sonrisa. Otra vez la apartó, esta vez golpeando con las manos el aire y separando su contorno de la imaginación.
Se tropezó, como todos los santos días, con la cola de la perra que dormía frente a la puerta. Sin embargo, no la retó, sino que la acarició suavemente, porque sabía que estaba enferma. Subió la escalera de dos escalones en dos, como hacía cuando estaba apurada, con ninguna pretensión más que dejar todo en su cama y volver a correr a su nuevo destino. No, debía comer algo antes. No había tiempo, la próxima.
Nublado y caluroso. Un julio raro y pesado que acechaba los días de toda esa enorme ciudad. Nuevamente, corrió hasta la parada del colectivo. No podía perderlo. No otra vez.
- Ochenta, por favor.
- ¿Qué?
- Ochenta, por favor.
Odiaba ese clima malhumorado de la capital, pero amaba ese gran pueblo que, como dice la canción, está “tan distanciado entre si, tan solo”.
Sacó el boleto, y como siempre después de sacarlo se acordó que tenía que sacar el de setenta y cinco. Tarde, pero no importaba, eran cinco centavos. Se sentó en el último lugar vacío, y volvió a la música, cantando en silencio las canciones que pasaban por sus oídos.
Adoraba aislarse de todo con la música. Era un mundo aparte, donde nada salía mal, donde todo lo que importaba era ella, donde nadie la interrumpía, donde nadie la desafiaba. Por supuesto, siempre había algo que la hacía bajar a la Tierra, volver a sentir que mejorar las cosas era la única actividad que sería constante en su vida de aquí al fin de sus días, para llegar a ese mundo casi perfecto. Casi, porque era vacío, era sólo para ella. A veces pensaba que sería perfecto si pudiera compartirlo con alguien. Fue por eso que miró por la ventana mientras iba camino a ese espacio propio y vio sus ojos. Cayó a Tierra justo a tiempo para bajarse del colectivo.
Tenía que encontrarse con él, pero las piernas le temblaban. La panza sentía ese cosquilleo que sólo conocen unos pocos, unos elegidos que toman de la mano la ilusión y se dejan llevar, para bien o para mal. No sabía bien qué le provocaba a ella ese temblor, pero estaba y sí sabía que lo hacía desparecer sólo con mucha concentración y voluntad.
Llegó. La miró. Como siempre, vio en su mirada la de una amiga. Como siempre, vio en su mirada lo inalcanzable.