11 de junio de 2007

Sarah

Volvió a mirar el vaso vacío que tenía enfrente y se arrepintió de no haberlo llenado. Mientras escribía en su computadora personal, Sarah trataba de imaginarse la próxima palabra que vendría a su cabeza. Era un proceso difícil, pero entretenido; hacía mucho tiempo ya que el escribir se había vuelto rutinario.
Cinco años pasaron desde su primer trabajo serio como redactora de la "nueva revista para la mujer" . Bueno, serio. Eso es lo que le decía a todo el mundo, salvo por la parte de para quién escribía. "Empecé en una revista de tirada mensual millonaria" se limitaba a acotar.
Apariencias, eso era todo lo que importaba ya. Empezó siendo un trabajo sumamente ideológico, moral y fantástico, único en el mundo. Escribía, disfrutaba, era como ser rockera de nivel mundial a los 20 pero en el ámbito que a ella le interesaba. Ergo, era muchísimo mejor. Ahora, se limitaba a aparentar que disfrutaba sus escritos, que quería a quienes la querían, que escribía lo que le gustaba y que decía lo que pensaba. Tenía bien en claro que no era así: decía lo que sabía que querían los demás que dijera, escribía lo que le pedían, no podía soportar a quienes la querían, aborrecía sus escritos vacíos e insignificantes.

Sarah volvió a su escritorio y retomó las últimas palabras que había escrito: "para este verano". Casi podía decir que si no lo estuviese escribiendo en ese mismo instante y hubiese leído esa frase de entre un grupo de sus notas mezcladas, jamás podría haber adivinado sobre cuál de todos sus reportes se trataba. Esa era una de las frases más repetidas, pero claro, a las mujeres lectoras de la revista no les molestaba, si eran tan falsas como el invierno en Ecuador. Todavía no se había cruzado con una graduada en Trabajo Social, con una maestra jardinera de un barrio carenciado o con una desocupada ama de casa de los suburbios que se entregara durante su tarde a leer ese conjunto de 100 páginas, 10000 palabras, 15 temas que se le entregaba quincenalmente en la entrada a su hogar.

Y ahí estaba ella todavía, sentada en su escritorio de esa redacción fría y desconsiderada que lo único que intentaba era alcanzar su máximo poder de persuación acerca de la tristeza y genialidad de la moda. Ella, la más fuerte y brillante de su clase universitaria, cualquiera que le nombraran. Ella, la que tenía la capacidad y el poder de modificar su propio futuro y, porqué no, el de alguna redacción de ya gran reputación, eligió, como suelen hacer los hombres mortales, el camino fácil.

Le habían enseñado cómo pintarse, cómo vestirse, cómo hablar y mentir en un mundo que la rodeó toda su vida. Así nació, creció y vivió hasta ese momento: ¿por qué habría de cambiar ahora? Lamentablemente, conocía la respuesta: porque podía, porque debía, porque se lo debía. Pero sencillamente no podía, era imposible. El frío que la rodeó todos esos años habría alcanzado su objetivo: ahora ella era una más de las resignadas.

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