7 de febrero de 2007

Patetismo real

Avasallada por lo vivido, dejé que se desatara la tormenta sin quejarme. Mientras el agua caía sin rencor al sol que la había evaporado, mi mente funcionaba casi como con un piloto automático.
Prefería el anochecer en soledad que de a varios. Esa necesidad que tiene el ser humano de estar en constante conexión con el resto de la humanidad aunque no soporte más la falta de individualidad me enerva, siempre lo hizo. Sin embargo, me dejé llevar por el estado de ingravidad en el que me encontraba y me permití el secreto placer que todos encontramos en observar y sentir los dramas ajenos. Un personaje patético y empecinado en ser perfecto mejoró mínimamente mi noche, y me permitió deshacer cualquier malestar que me llevase a las pesadillas.
Desperté en algún momento surrealista de la noche, con una contractura que (ya sabía) duraría semanas, y con la cabeza donde usualmente descansan los pies. El televisor insistía en aullar suavemente, como cantando la canción de cuna más eficaz para mi sueño. Me acomodé y volví a mi espacio personal.
La mañana no se apuró en llegar para mí, pero no me preocupó. Nunca creí eso de amanecer más temprano para conseguir favores. Sin embargo, algo me inquietaba. Una de esas sensaciones que las mujeres recibimos como don con la costilla y que le sacamos al hombre. Mi llamado "Sexto sentido" me avisaba algo pero, para variar, no sabía qué. Ni si era bueno, o malo, o más o menos o qué sé yo. Era un algo indescriptible e inentendible.
Me miré al espejo y como todos los días, no me hallaba en la imagen. Pero esta vez algo era distinto, algo no cerraba en mi reflejo. Era como un juego de niños, de esos de las diferencias entre dos dibujos. Cuando me cansé de buscarlas, seguí mirando mi fotografía momentánea por puro capricho. Y como lo que no se busca es lo que se encuentra, me sentí una ganadora cunado encontré mi diferencia. Mi imagen era ese personaje patético que tan poco había hecho la noche anterior para atraer mi atención.
Lo más extraño de ese día fue que nadie pareció darse cuenta de la diferencia. O convivía con un grupo de ciegos por decisión, o se habían acostumbrado tanto a no mirarme cuando me hablaban que jamás lo notarían. Sólo mi compañero de despacho me dijo que tenía algo distinto, pero creyó que era el corte de pelo, lo elogió y se dejó llevar por la usual rutina.
Avasallada por lo vivido, dejé que se desatara la tormenta sin quejarme. Mientras el agua caía sin rencor al sol que la había evaporado, mi mente funcionaba casi como con un piloto automático. Total, no había nada que pudiese ser más raro que ese día, tan parecido al anterior y tan distinto al mismo tiempo.
Creo que debo ser la única persona que es retratada en un personaje patético y triste, y en vez de sentirse identificada, transforma su para vivir como él.

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