23 de noviembre de 2007

Desde el túnel*

Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). de manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denunció en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala la fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad.
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Desde la oscuridad del asiento del colectivo, la ciudad de Buenos Aires se convirtió en una gran biblioteca donde todo lo posible a crear era desde la imaginación lo que las letras me regalaban. Sometí mi voluntad a la de Juan Pablo Castel y sonreí no para mis adentros revelándole al mundo que no estaba donde creía estar. La suerte se reveló para mi bien y logré bajarme donde debía, pero no sólo eso. Como hipnotizada con la magia de un relato que no hacía más que traerte a mi memoria, llegue a ese banco de cemento de la esquina de Donato Alvarez y Gaona y me senté a esperar el paso del tiempo, de las personas y del mágico príncipe que viéndome leer se acercaría para conocerme.
El tiempo pasó, también la gente. No, está de más decir que él no pasó, vos tampoco. Sonreí al terminar el capítulo, y el siguiente también. Al tercero ya no me parecía tan simpático el viento que acertaba sin piedad en mi garganta. A la mitad del quinto tenía ganas de encontrarte sólo para decirte lo mucho que aborrecía tu falta de compromiso y caridad. Finalmente, sin perder la concentración que me provocaba el libro y las páginas amarillas de semejante novedad, me levante con la suavidad de una tarde de junio y me sorprendí volviendo a la negación de mi hogar. No perdí un solo segundo de vista que no habías aparecido, tampoco te lo voy a dejar pasar como si nada. (Pero es verdad que te perdonaría cualquier cosa cuando me mirás así). Sonreí, pero creo que en realidad era mi inconsciente riéndose de mí. Detrás de cada letra leída dejé una halo de sorpresa y miedo, un resabio de angustia por no saber lo que me esperaba y una estela de magia que producía la historia desconocida en mí. Hasta que llegué a la puerta.
Podría contarles las horas que pasé entre que llegué y me fui, y volví a llegar. No tendría ningún sentido. Sólo me voy a dedicar a comentarles que durante esas horas que pasaron como si no pasaran, Juan Pablo Castel se volvió más que un amigo para mí. Les podría decir que si no hubiera sido hombre, me sentiría mucho más plagiada que ahora. Sencillamente me dediqué a disfrutar de cómo alguien casi 80 años mayor que yo no elegía otra forma de vivir que la del sufrimiento mismo que yo había elegido. Y eso era lo que constantemente me hacía sonreír.
Y cuando salí lo vi, sí al que esperaba. No, no él, no vos. Si hubieras sido vos no te lo estaría contando. A él, al que me sacó una sonrisa por detrás de la risa que provoca mi sufrimiento visto en otro. Y pensar que sólo me dediqué a decirle "¿Cómo estás?". Si tan solo no pensara. Si tan solo sintiera. Si tan solo Juan Pablo no fuera yo. Si tan solo Castel no me hubiera puesto a escribir ahora para sacar su pintura en tinta, quizás justamente ahora podría crear lo que él no pudo sin amar. Y lo que logró destruir detrás de su nueva e inútil capacidad de amar.

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