1920. Miles de millones de mujeres entendieron en la última década que son más que simples máquinas de amasar y criar. Salieron a trabajar, movieron revoluciones, mantuvieron unidas a las familias, separaron a los que dañaban a los suyos y crearon desde cero su completo ser.
1930. Miles de millones de mujeres comienzan a pensar que quizás, solamente quizás, estaban erradas. ¿Qué más fácil que ser mamá, esposa o abuela? Después de todo, si te lo proponen, porqué no tomar el camino fácil para respirar.
1940. Miles de millones de mujeres ven como el mundo explota a sus pies. Y esta vez, a diferencia de las anteriores, no pueden lavarse las manos y asumir que simplemente la culpa es de los hombres: ellas se comprometieron, pero nunca pensaron que realmente tenían que tomar en sus manos las consecuencias y rogar que no fueran granadas a punto de explotar.
1950. Miles de millones de mujeres, agotadas de luchar por el más absoluto vacío y la más maravillosa de las parodias, deciden no ser más las valientes heroínas de la historia sin recibir a cambio más que mejores hornos y mayores responsabilidades.
1960. Miles de millones de hijas, mujeres, hermanas, madres, jóvenes, ven a sus madres, a sus abuelas, a sus profesoras, a sus tías, a sus referentes, y no se pueden ver. Se levantan, se entienden y se acompañan. Deciden que no sólo van a intervenir, no sólo se van a hacer responsables de las consecuencias, sino que además se van a quedar con los beneficios de lucha, de una vez por todas. Toman sus cuerpos, sus mentes y sus almas y deciden que les pertenecen, de modo tal que pueden utilizarlos cuando y como quieran.
1970. Miles de millones de mujeres, sudadas, sin dormir y perdidas en los logros y las pérdidas incalculables de la década del deseo, se pierden en todo lo que tienen y podrían tener. Y en todo lo que no tienen. La lucha interna y externa se refleja en la necesidad de ser fuertes e independientes, y ser felices. Difícil no saber que no iba a ser una guerra que duraría décadas.
1980. Miles de millones de mujeres no encuentran descanso para ser modernas. Libres, rebeldes y despeinadas. Acordes a una etapa en la que todo se reduce a ser destellante, el neón y la sobrepoblación excéntrica ocupa las calles de cualquier población más o menos abuindante.
1990. Miles de millones de mujeres se sienten empresarias. La economía se cae, se reconstruye y las deja ubicadas como el ícono de la contemporaneidad. Y la sociedad les deja al alcance de la mano la posibilidad que siempre desearon, la de ser hombres.
2000. Miles de millones de mujeres sienten que ganaron. Tienen derechos y obligaciones. Las mismas que décadas atrás solamente tenían los hombres. Saben que pueden acceder a las mismas posiciones y a los mismos beneficios que los hombres. Entienden que son iguales a los hombres.
2010. Con suerte, miles de millones de mujeres van a poder ver lo que yo. No somos iguales, no estamos paradas en el mismo lugar, no vivimos igual. Las mujeres tenemos las obligaciones de las primeras décadas del Siglo XX, con las del XXI, a cambio de obtener regulaciones que simplemente dejan aún más en claro lo diferentes y especiales que somos. La igualdad jamás llegó. Seguimos siendo las que nacieron de la costilla de Adán, las accesorias y las dependientes. Asumimos que algún hombre siempre va a estar para defendernos: nuestro papá, nuestro hermano, nuestro tío, nuestro mejor amigo. Preferimos dejarnos estar en la realidad de creernos iguales. Dejamos de lado la posibilidad de cambiar. Las luchadoras de la revolución revolucionan el planeta por la igualdad de los trabajadores, pero siguen usando tacos sólo porque la imagen lo pide. Cuando se enfrentan a otra mujer, luchan por la edad y la posición de poder y no por sus capacidades. Tienen miedo de quedar en descubierto, en lo débiles que muestran no ser y que realmente son.
Estamos criadas para tratar de ser hombres. Lo que tenemos que entender es que no lo somos ni debemos serlo. No creo en la igualdad marcada por los valores actuales. No creo en la discriminación positiva. No creo en la visión masculina de la sociedad para decirme cómo necesito que me ayuden. Creo en que no hay nadie mejor para decidirlo que las mujeres que ven las cosas como son. La igualdad proviene del hecho de que somos personas. Todos, todas. Hombres, mujeres, travestis, transexuales, hermafroditas. Heterosexuales, homosexuales, bisexuales, asexuales. Somos personas, con diferencias que nos hacen únicos y que obviamente requiere que nos tratemos con discresión. Pero no voy a dejar que decidan por mí qué necesito o hasta dónde puedo llegar. No lo permito con la política, con la ideología, con la moral, con la religión, con lo académico. Tampoco quiero permitirlo con mi posibilidad de vivir y soñar. Cada vez que tuve que tropezar o luchar por algo, pocas veces fueron las que un hombre se interpuso en el camino. La mayor parte de las oportunidades, fueron mujeres o yo misma y mi ideal de agradar, ser sensible y acatar mi posición de mujer en la sociedad. Por suerte, recordé que yo nací de un útero, como cualquiera, y que nadie me creó de ninguna costilla. Por suerte. O por mí.