21 de julio de 2009

Tormentoso.

Finalmente, me desperté. Amanecía detrás de las persianas cerradas, pero la lluvia torrencial de aquella mañana poco ayudaba a olvidar la noche. Había en mi mente algo que no me permitía arrancar por completo. Era como haber puesto el cebador sin sacar el freno de mano. Seguí asumiendo que, eventualmente con el transcurso del día, mi mente olvidaría o escondería detrás de alguna nimiedad aquello que desde la opacidad se dedicaba a atacar mi razón.
La última media de un par desconcertantemente análogo se asentó alrededor de mi pie helado, y mientras las zapatillas que parecían tan inapropiadas para la vida laboral terminaban de ser atadas, mis oídos y mi desidia por prestar atención a lo que hacía se dejaron llevar por un intento de blues que sonaba por dos gigantescos parlantes ubicados con la coherencia suficiente como para despertar a un barrio entero. No podría repetir lo que cantaba, pero en aquel momento era la mejor conocedora de aquello que, de un momento a otro, pasó a ser una melodía entre marcha militar y jazz.
Mientras bajaba la escalera, mis pies me comentaban el error de no haberme puesto otro par de medias. La verdad es que hice oídos sordos y seguí, esperando que la tormenta que afuera torturaba a pájaros y ramas, no lo hubiese hecho así con las baldozas flojas que me guiaban hasta mi destino. Otra vez, descubrí que no tenía la capacidad suficiente como para pensar y razonar mis pasos. Lo único que eso podía causar era que cada uno de los escalones que bajaba no parecieran estar allí. Total, lo que me resultaba importante, claramente no era eso.

Fue recién cuatro cuadras después de haber abandonado todo lo que estaba a mi alrededor siempre, que descubrí qué me había llevado a sentir que flotaba; que todo lo que me rodeaba no existía; que yo no era más que lo único que importaba ese día. Fue recién cuando pisé esa baldoza, la de siempre, la que parecía haber sido ubicada en esa porción de la ciudad en los días de lluvia con la única finalidad de que yo me empapara. Fue en el mismo momento en el que me di cuenta de que no llevaba paraguas. En ese segundo atroz, en ese exacto segundo, descubrí que el agua de la tormenta no me había mojado un pelo, que el agua de la baldoza no me había humedecido una hebra del jean, que mis pasos no habían sonado nunca en los huecos escalones de madera esa mañana, que nadie había escuchado mi salida y, sobre todo, que nunca me había podido despertar. Y es que ya me resultaba raro el hecho de que las paredes se hubiesen vuelto de humo.

1 comentario:

Agustin dijo...
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