31 de julio de 2009

La calma que antecede a la tormenta.

Una a una cayeron las ropas, repartidas por la entrada, el ascensor, el comedor, la cocina y el dormitorio. Parecía que no quedaba otro centímetro de aire más que el que buscaban con cada paso doble trastabillado hacia el cuarto. Agitadas, las gotas de su transpiración made in Febrero Porteño corrían imparables por sus pómulos, mentones y escotes, y nada parecía detenerlas. Debajo de los jeans, culotte y boxer hacían las veces de fantasmas, y nada de lo que parecía no estar faltaba. Detrás de los párpados cerrados, la pasión insostenible de dos almas carenciadas de afecto.
La manos recorrieron ambos cellos. Cada uno de los dedos se entrecruzó con el resto y abandonó luego el lugar recorrido para darle paso al que seguí detrás de él. Sobrevino a la magia del descubrimiento la necesidad de conocer más, y así jeans y subterráneos se desconectaron rápidamente de la situación.
El silencio lo cubría todo. Lo único que se sentía en el ambiente que los rodeaba era la falta de dolor. Un beso acá, un abrazo ahí. Todo era justo y en el momento adecuado. Parecían un nado sincronizado, en una cama, sillón o silla, entre dos que no necesitaban de practicar para ser perfectamente coordinados. Los segundos pasaban mientras la arena en el frente de la casa se seguía hirviendo. Dentro, el hervor nunca había desaparecido.
Cientos de kilómetros a la redonda, no había nadie. Ellos, sólo ellos sabían dónde estaban y porqué. De a poco, el silencio se fue transformando en susurro, el susurro en agotamiento, el agotamiento en placer. Repentinamente, el mundo se terminó en un estallido. Ya no quedaba nada, ni ropa, ni casa, ni arena, ni ellos. Un flash cegador y la muerte en píldora acompañaron el momento del más extraño final.
Una hora después, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La rutina, la ciudad de Buenos Aires, ese odiosa esquina de Pueyrredón y Corrientes de la que pretendían escapar, las llaves del auto desaparecidas, el silencio del ascensor que antecede la tormenta callejera. El orgasmo había quedado en el olvido de ambos, en el guiso para el almuerzo de los chicos y en el portafolio abarrotado de papeles vacíos. Ahora era el momento en el que el mundo volvía a la realidad, hasta el próximo encuentro, que todavía no podían planificar.