3 de diciembre de 2009

Atravesando la rutina.-

Detrás de la pantalla, algo había cambiado. Los silencios de la casa parecían cada vez más llenos de imágenes y todo lo que podía sentir a su alrededor era compañía. De ese lado de la pantalla, ella, fuera de sus días grises y sus ampollas de tanto caminar, deseaba minuto tras minuto que se hicieran las once y volvieran a conectarse, cada uno y uno con el otro. A veces incluso creía que los días empezaban desde hacía seis meses con la única intención de que llegaran las noches y esos encuentros que, desde la tan inexorable lejanía los sentaban frente a frente, tête a tête.
Del otro lado de la línea, todas las noches era igual: llegaba, se sacaba los zapatos, tomaba lo primero que encontraba en la heladera y así, sin más y lo antes posible, se conectaba para encontrarse con ella. Después de muchos años, la rutina de la ducha, el noticiero, la cena nutricionalmente organizada y el eventual gimnasio, había desaparecido. Quizás era un error, una inconsciencia, pero en lo que a resultados concernía, nada había sido tan beneficioso en ese último tiempo como leerla, sentirla cerca.
Lo veía ahí, tan sincero como siempre, tan honesto. Escribía pero parecía que hablaba, hablaba pero parecía que le repetía lo que ella sentía. Suspiraba cada vez que lo veía conectado, y se amargaba terriblemente cuando los minutos pasaban y él no llegaba. Siempre había descreído de la Internet, del chat y de la insensibilidad de un conjunto de números 0 y 1 que transformaban los sentimientos en una innumerable sucesión de vaguedades inocuas. Siempre, hasta ahora. Con él, las palabras resultaban reales; las onomatopeyas, sensaciones; los silencios, enormidades. Es verdad que a partir de que empezaron a verse por las cámaras, las cosas resultaron mucho mas verdaderas. Pero incluso antes, nada había sido nunca tan sincero como lo que entre ellos crecía. Y ahora, estaban por conocer sus voces, lo único que impedía que todo fue prácticamente real.
Él no podía evitar responder a cada una de sus preguntas con la única respuesta verdadera que salía de su alma. Había intentado mentirle, engañarla, atraerla con sus ilusiones, pero le había sido imposible: el magnetismo de sus palabras hacía imposible que desarmara su vida para presentarle una película de vaya a saber quién. Lo único que le quedaba, cada vez que ese "buenas noches" llegaba, era dejarse ser y permitirse volar, guiado por la imaginación que cada día parecía más infinita en ella. A veces, se quedaba sin palabras, y resultaba fantástico como encontraba en una milésima de segundo, la palabra adecuada para que la risa o la lágrima siguiera surgiendo.
Otra vez se cortó la conexión. Otra vez, a rezar a quien fuera que siguiera del otro lado. Los minutos pasaban y no había forma de solucionarlo. Rogaba porque del otro lado se hubiese cortado también, o siguiese esperando, o algo. Algo que impidiera que la magia desapareciera, como la magia siempre hace, para siempre.
"Volvió".
Tres meses habían pasado desde la última charla. El silencio que tantas veces le había parecido increíblemente completo, ahora era vacío, ligero y absurdo. Arbitrario en su decisión de reaparecer con esa soledad repentina, increíblemente hiriente en su necesidad de hacerle notar que nada era tan grande como su pasión. Destrozaban los segundos, y todo parecía desarmarse a su alrededor. Redescubrir cada uno de los rincones de la habitación con la humedad de saberse perdido. La rutina había vuelto: llegar, ducharse esperando que por primera vez en meses el agua se llevara la desesperación, sentirse desahuciado al no lograrlo, dejar de comer al dejar de vivir, ir a la PC y rogar que apareciera; mandarle un mail como todas las noches y dormir con la esperanza de volverla a leer.
Ese domingo se conectó y no supo qué hacer. Abrió la ventana y lo pensó. Sabía que tenía poco tiempo, sabía que si no lo hacía y perdía la oportunidad no se lo iba a perdonar jamás. "Buenas noches". Silencio. "Hola?" "Hola".
Se fue a dormir cambiando la rutina. La esperanza de volver a sentir lo que alguna vez compartieron, ya no estaba. Esa noche el sueño vendría acompañado de la impotencia de saber que ya no podría cambiar la historia. Sabía que en cuanto se durmiera, el despertar se transformaría en uno de esos momentos cuasi imposibles. Pero tenía que hacerlo, para acompañarla, para estar con ella, aunque fuera por última vez.
El traje negro era una de esas vestimentas sobre las que tanto bromeaban, porque su profesión de artista plástica no le permitía entender porqué una persona dedicaría su vida a repetir normas y vivir de negro. Por primer vez se acercó a ella y le dio las fresias coloridas que tantas veces le había prometido. El salón enmudeció frente al contraste con las calas.

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