23 de septiembre de 2007

buenos aires*

Mientras el sol brillaba sobre la ciudad portuaria, las costas repetían la historia de los barcos llegando a los muelles que los esperaban.
El viento soplaba, las palmeras se mecían, las nubes se negaban a aparecer, el cielo resplandecientemente celeste iluminaba sin necesidad de la estrella diurna, el clima de un invierno frío como pocos había desaparecido en la gente solitaria de la ciudad.
Parecía que finalmente Venus había decidido volver a la ciudad que nunca dormía, pero cuya temporada de frío había provocado en el ánimo pueblerino una especie de hibernación obligada.
Mientras el artista caminaba por las calles de tan aislada ciudad, el resto de los miles de individuos que compartían con ella las baldosas descascaradas que insistían en pisar la observaban disfrutando de la excentricidad de su actividad.
Miraba, elegía, se reía, cantaba. Todo por la mirada era descriptible hasta el más mínimo detalle. No quedaba opción, más que la de compartir con ella esa situación de felicidad pura y absoluta, mágica y decidida. Realmente parecía que sólo faltaba el aire cálido y el perfume a mar.

Y sin embargo, detrás de tanta gente, tantas palmeras, tanto viento, tanto sol, tanta paz, el desastre se avecinaba. La risa se convertiría en llanto. La luz en tormenta.

No quedaba más que disfrutar lo que había, sabiendo que en cualquier momento podías terminar.

O no.

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