la espera*
Mientras escucho los pasos del asesino por mi ventana, cada una de mis neuronas se alinea y alista para el encuentro. Cierro las cortinas del silencio y abro la llave que me permite revivir para volver a comenzar. Mientras el agua cae caliente y fría sobre mi piel, cada una de mis células se despierta como debería haber hecho en ese solitario amanecer y parecen encenderse como un hogar a leña en pleno diciembre boreal.
Sonrío bajo la llegada del vapor a lo que debería ser la seda de mi espalda, pero el frío del comienzo de la noche hace que la nueva ventana abierta enfríe hasta lo más profundo de mi alma todo mi ser, incitándome por completo a terminar de recrearme en el candor de lo que trato de esperar.
Entro a la ducha después de los clásicos cinco minutos de precalentamiento, y en ese instante siento lo que esperaba sentir más tarde esa misma noche, y comienzo a imaginar el placer de lo oculto en lo más profundo de mi imaginación. Comienzo con lo más cercano, visto, recordado, sus ojos y su sonrisa, que no provocan en mí más que lo sensible del amor que nos tenemos profesado en mis sueños. Ahora, mientras tomo el jabón entre mis manos y comienzo con el rito habitual de cada día, rememoro lo más dulce y terrible que tiene, el sentido del tacto, el sentido de lo que aumenta cuando más suave se torna, y acorto el tiempo de reacción de mi cuerpo frente a lo que mi subconsciente insiste en regalarme.
Como lo que se regala no se devuelve, tomo lo que me llega sin titubear y lo alcanzo a mis más necesitadas voluntades de felicidad, y mientras mis manos no se resignan a dejarme sin un placer extremo, acomodo mis ojos en lo que no existe, fusionando lo mágico con el grito excelso, y supongo que el final austero de lo que tuve y ahora no tengo es momentáneo (inconsistentemente momentáneo).
Dejo el jabón, el vapor y el espejo. Abro la puerta y frente a mi reflejo de cuerpo entero, comprendo que el pecado era no hacerlo, era tener tanto miedo. Me convenzo de que la felicidad es la muestra gratis en la Tierra del paraíso eterno, y al mismo tiempo que sube mi vestido por mi espalda, costado y pecho, miro mis manos no aisladas de lo que siento y cuento los segundos para el encuentro.
Sonrío mientras se mueve el segundero. Sonrío por todo, por el secreto. Sonrío por mis manos, por mi imaginación, por su recuerdo. Sonrío porque no lo sabe, sonrío porque podría saberlo. Sonrío porque imagino en el mismo momento en el que empecé mi cuento, con el agua fría, caliente y tibia al mismo tiempo. Sonrío por el timbre que abrirá el encuentro. Sonrío cuando la miro y me sonríe de nuevo.
Que el encuentro no sería completo si no estuviera ella, sin saberlo, espera que el vino, la música, las velas hagan el efecto que en mi ya hizo ella. Y no puedo dejarla sola, esperando, en mi sillón de espera.
Sonrío bajo la llegada del vapor a lo que debería ser la seda de mi espalda, pero el frío del comienzo de la noche hace que la nueva ventana abierta enfríe hasta lo más profundo de mi alma todo mi ser, incitándome por completo a terminar de recrearme en el candor de lo que trato de esperar.
Entro a la ducha después de los clásicos cinco minutos de precalentamiento, y en ese instante siento lo que esperaba sentir más tarde esa misma noche, y comienzo a imaginar el placer de lo oculto en lo más profundo de mi imaginación. Comienzo con lo más cercano, visto, recordado, sus ojos y su sonrisa, que no provocan en mí más que lo sensible del amor que nos tenemos profesado en mis sueños. Ahora, mientras tomo el jabón entre mis manos y comienzo con el rito habitual de cada día, rememoro lo más dulce y terrible que tiene, el sentido del tacto, el sentido de lo que aumenta cuando más suave se torna, y acorto el tiempo de reacción de mi cuerpo frente a lo que mi subconsciente insiste en regalarme.
Como lo que se regala no se devuelve, tomo lo que me llega sin titubear y lo alcanzo a mis más necesitadas voluntades de felicidad, y mientras mis manos no se resignan a dejarme sin un placer extremo, acomodo mis ojos en lo que no existe, fusionando lo mágico con el grito excelso, y supongo que el final austero de lo que tuve y ahora no tengo es momentáneo (inconsistentemente momentáneo).
Dejo el jabón, el vapor y el espejo. Abro la puerta y frente a mi reflejo de cuerpo entero, comprendo que el pecado era no hacerlo, era tener tanto miedo. Me convenzo de que la felicidad es la muestra gratis en la Tierra del paraíso eterno, y al mismo tiempo que sube mi vestido por mi espalda, costado y pecho, miro mis manos no aisladas de lo que siento y cuento los segundos para el encuentro.
Sonrío mientras se mueve el segundero. Sonrío por todo, por el secreto. Sonrío por mis manos, por mi imaginación, por su recuerdo. Sonrío porque no lo sabe, sonrío porque podría saberlo. Sonrío porque imagino en el mismo momento en el que empecé mi cuento, con el agua fría, caliente y tibia al mismo tiempo. Sonrío por el timbre que abrirá el encuentro. Sonrío cuando la miro y me sonríe de nuevo.
Que el encuentro no sería completo si no estuviera ella, sin saberlo, espera que el vino, la música, las velas hagan el efecto que en mi ya hizo ella. Y no puedo dejarla sola, esperando, en mi sillón de espera.
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