24 de septiembre de 2007

escondida*

Augurio de la más temible historia jamás contada, Valeria cerró los ojos y empezó a contar otra vez desde cero.

- 0, 1, 2, 3, 4, 5...

Cuando alcanzó el preciado 50 de vuelta, abrió los ojos por segunda vez y se secó las lágrimas. Siempre había temido al juego de las escondidas y ahora comprendía porqué. Su mirada se volvió cada vez más profunda mientras atravesaba las paredes con el rayo láser que su pavor le regalaba a medida que los segundos pasaban.
Sonreía, pero la realidad le mostraba que no había nada de que reírse más que de ella. Mientras trataba de decidirse entre acompañar al miedo en su parálisis o usarlo para correr lo más rápido posible hacia esos arbustos que hacía dos minutos que veía mover, Valeria alcanzó a reconocer dentro de ella una sensación que nunca había recibido hasta el momento: la rabia.
Eso, eso que la destruía de a poco desde que los había conocido, entonces eso NO era rabia. Esto lo era. Retrocedió dos pasos hasta el árbol donde hasta hacía cinco minutos su vida se enfrentaba a la clara posibilidad de no continuar, y recordó cada una de las palabras que había escuchado en los últimos tres años. Ahora que los traía juntos a la memoria, era ahora que entendía que ninguno de esos ilusos grupos de palabras habían sido consejos. Meros augurios e intentos de reproche habían sido los insultos que ahora recién creía comprender.


Mientras tanto, a lo lejos en la sabana, intento de mezcla de malezas poco sanas con pelopincho de jardín, Ariel reordenaba sus pensamientos para estar seguro de lo que haría esa mismísima tarde. “No todos los días uno declara su amor”, pensó sin más conmoción que la de una hoja seca ante su inevitable destino otoñal de la caída. Una frase rosa por aquí, un par de líneas de melodrama crepuscular por allá y voilà: he aquí una enamorada fiel y sincera de por vida. O eso al menos era lo que prometía la receta, ¿no?
Caminó por el sendero esmaltado de fines de siglo como si todas las calles de la ciudad se hubiesen vuelto súbitamente canales venecianos. Sofocó unos nervios (pocos) infantiles con el dulce sabor del azúcar en sus labios. Sin embargo, le era inevitable el continuo andar por ese ya milhecho camino perpetuo.
“¿Y qué me dice ahora Don Ariel? ¡Quién lo ha visto y quién lo ve, caminando angustiado infinitamente por el amor de una mujer!” Debía cuidarse mucho de que ninguno de los varones lo viera en ese estado lastimero y que tanto dejaba que desear en un hombre altivo y masculino como él.
Sonrió al verla llegar a lo lejos, a lo lejos de ese insensato y excesivamente largo trecho tantas veces por él recorrido, y la saludó por dentro como sólo el hombre bien enamorado puede hacer. Sí, así, recordando cada una de las letras naïf y sin sentido que tantas veces había escuchado pero que sólo entendía mientras observaba a su sirena dar algún paso, alguna señal de su amor.



- ¡PICA ARIEL, ATRÁS DEL ARBUSTO DE AZALEAS BLANCAS!
- Vale, ¿me venís a ayudar? Creo que me enredé con la planta esta...
- Pero, Ari, no puedo, sino pierdo... Esperá que termine y vengo.
- Pero Vale...
- ¡¿Vale qué?!
- Nada, Vale, nada... Andá, te espero...

23 de septiembre de 2007

buenos aires*

Mientras el sol brillaba sobre la ciudad portuaria, las costas repetían la historia de los barcos llegando a los muelles que los esperaban.
El viento soplaba, las palmeras se mecían, las nubes se negaban a aparecer, el cielo resplandecientemente celeste iluminaba sin necesidad de la estrella diurna, el clima de un invierno frío como pocos había desaparecido en la gente solitaria de la ciudad.
Parecía que finalmente Venus había decidido volver a la ciudad que nunca dormía, pero cuya temporada de frío había provocado en el ánimo pueblerino una especie de hibernación obligada.
Mientras el artista caminaba por las calles de tan aislada ciudad, el resto de los miles de individuos que compartían con ella las baldosas descascaradas que insistían en pisar la observaban disfrutando de la excentricidad de su actividad.
Miraba, elegía, se reía, cantaba. Todo por la mirada era descriptible hasta el más mínimo detalle. No quedaba opción, más que la de compartir con ella esa situación de felicidad pura y absoluta, mágica y decidida. Realmente parecía que sólo faltaba el aire cálido y el perfume a mar.

Y sin embargo, detrás de tanta gente, tantas palmeras, tanto viento, tanto sol, tanta paz, el desastre se avecinaba. La risa se convertiría en llanto. La luz en tormenta.

No quedaba más que disfrutar lo que había, sabiendo que en cualquier momento podías terminar.

O no.

la espera*

Mientras escucho los pasos del asesino por mi ventana, cada una de mis neuronas se alinea y alista para el encuentro. Cierro las cortinas del silencio y abro la llave que me permite revivir para volver a comenzar. Mientras el agua cae caliente y fría sobre mi piel, cada una de mis células se despierta como debería haber hecho en ese solitario amanecer y parecen encenderse como un hogar a leña en pleno diciembre boreal.
Sonrío bajo la llegada del vapor a lo que debería ser la seda de mi espalda, pero el frío del comienzo de la noche hace que la nueva ventana abierta enfríe hasta lo más profundo de mi alma todo mi ser, incitándome por completo a terminar de recrearme en el candor de lo que trato de esperar.
Entro a la ducha después de los clásicos cinco minutos de precalentamiento, y en ese instante siento lo que esperaba sentir más tarde esa misma noche, y comienzo a imaginar el placer de lo oculto en lo más profundo de mi imaginación. Comienzo con lo más cercano, visto, recordado, sus ojos y su sonrisa, que no provocan en mí más que lo sensible del amor que nos tenemos profesado en mis sueños. Ahora, mientras tomo el jabón entre mis manos y comienzo con el rito habitual de cada día, rememoro lo más dulce y terrible que tiene, el sentido del tacto, el sentido de lo que aumenta cuando más suave se torna, y acorto el tiempo de reacción de mi cuerpo frente a lo que mi subconsciente insiste en regalarme.
Como lo que se regala no se devuelve, tomo lo que me llega sin titubear y lo alcanzo a mis más necesitadas voluntades de felicidad, y mientras mis manos no se resignan a dejarme sin un placer extremo, acomodo mis ojos en lo que no existe, fusionando lo mágico con el grito excelso, y supongo que el final austero de lo que tuve y ahora no tengo es momentáneo (inconsistentemente momentáneo).
Dejo el jabón, el vapor y el espejo. Abro la puerta y frente a mi reflejo de cuerpo entero, comprendo que el pecado era no hacerlo, era tener tanto miedo. Me convenzo de que la felicidad es la muestra gratis en la Tierra del paraíso eterno, y al mismo tiempo que sube mi vestido por mi espalda, costado y pecho, miro mis manos no aisladas de lo que siento y cuento los segundos para el encuentro.
Sonrío mientras se mueve el segundero. Sonrío por todo, por el secreto. Sonrío por mis manos, por mi imaginación, por su recuerdo. Sonrío porque no lo sabe, sonrío porque podría saberlo. Sonrío porque imagino en el mismo momento en el que empecé mi cuento, con el agua fría, caliente y tibia al mismo tiempo. Sonrío por el timbre que abrirá el encuentro. Sonrío cuando la miro y me sonríe de nuevo.
Que el encuentro no sería completo si no estuviera ella, sin saberlo, espera que el vino, la música, las velas hagan el efecto que en mi ya hizo ella. Y no puedo dejarla sola, esperando, en mi sillón de espera.

sin:título1*

Sacó cada una de sus ropas, para sentir la seda que sus dedos rozaron con el placer de lo incierto. Mientras, el metal, tan insulso, frío y certero, amplió la gama de sensaciones que sobrevivió en su alma más allá de esa misma noche. Angustiantes momentos se sucedieron como una cinta fílmica, uno tras otro, esperando al que estaba por venir con el aliento retenido y la pasión en su vertiente más escabrosa. Sofocó la sed de misterio, la sed del delirio de lo que le quemaba dentro, con el roce de sus manos sobre el cuerpo que sus ojos insistían en tratar de capturar en una gran imagen imposible de adaptar. Sintió sus propios labios como dos nuevos sistemas de sensaciones que actuaban de la misma manera en la que funcionaban cuando los necesitaba para su propio placer. Austera declaración de pasión pasajera, mientras ella entregaba su menospreciada alma al comercio de las sensaciones más placenteras, él pensaba en lo que tanto tiempo había esperad. Sufría la necesidad del placer mientras ella intentaba quitarle la hambruna con la visible magia de sus manos. Manos más rápidas que la vista, la estrepitosa corrida de cosquilleos y anhelos le provocan los más terribles augurios de espera. Sin tiempo de pensarlo, recibe de su Helena contemporánea lo que esperaba. Mientras la mira con sus manos, sus ojos cerrados por la luz adivinan sus límites de reina madre y tratan de recordar sus rasgos, aquellos rasgos que le atrajeron, canto de sirena en silencio y ligero. Sucediéndose lo inesperado, encuentra lejos de sus propias manos un placer sincero y nuevo: un conjunto, paquete de sensaciones recién estrenado y repetibles a continuación. La da vuelta, y sostiene mientras la sostiene todo lo que en su mente se guarda, como para evitar que corra, escape, se desarme lejos de la frialdad brillante de su mirada. Al ritmo del reloj campanero, el movimiento de su espalda, su punto G sereno, el grito de lo que espera dentro, creyéndola sabia, asume que todavía puede quitarle el sueño. Le pide que lo entienda, que es nuevo en esto, que tiene ideas, que tiene miedos. Y ella lo acepta como es y como la desea. Le mira los ojos, le mira el cuerpo. No hay más “clic clac”, no queda tiempo. Termina todo el placer extremo, extenso y certero. Rostro a rostro, cabello a cabello. No hay más entre ellos nada más sucio y mentiroso que lo que viene ahora: el adiós, el dinero.

histeria*

Supremacía de la histeria. El grito y el llanto han conquistado el espacio del silencio y la paciencia. Se suceden los augurios de estelas maravillosas. Lágrimas se confunden con la sorpresa de las contrapartes.
Soluciones a problemas sin sentido se han cansado de conquistar corazones y almas. Suenan en el aire las combinaciones de compases, mezclados de la manera más suprema. Inentendibles protestas y quejidos corroen los antiguos sentimientos que en algún momento de la historia supieron ser jefes de las acciones.
Los cobardes ya no se confunden con los valientes, porque valientes no existen más (y los cobardes se apoderan del mundo). Detrás de los cobardes, la histeria propia de un mundo cada vez más andrógino.
Recuerdo la época en la que la igualdad corría en un solo sentido. Mujeres iguales a los hombres, y no viceversa. Y en algún punto, en algún lugar, los términos se mezclaron, se fundieron detrás del término “igualdad”.
No es el tiempo el que cambia sino nosotros los que nos cambiamos a nosotros mismos y al tiempo. Dejamos (sin sentido) que la histeria se combinara con la normalidad, y ahora funcionamos bajo su orden, bajo su grito de mando.

hipocresía*

Hipocresía eterna azota a la ciudad despierta. Los que duermen (malditos suertudos) condicionan la hipocresía a los sueños que los acogen.
Detrás de mi comentario post saludo, hipocresía. Detrás de su mirada, hipocresía. Sostener miradas en el mundo de hoy en día no vale nada. La palabra tampoco, el honor se ha escapado por la ventana.
En sus escritos encuentro la hipocresía de quien se queja y no soluciona nada. De quien dice tener la respuesta pero no la comparte con nadie.
En su crítica descubro que él no ha cambiado en nada. Es igual al resto, y eso me desgarra. Sus comentarios destruyen lo que su imagen se complace en alentar.
Cierro mis oídos, mi mente; mi piloto automático se enciende al instante en el que el beso se instala. Mi alma se pone en funcionamiento a medida que me despierta para que el filtro nuevo sobre mi mirada me permita ver más rápido esa exclusión mía del mundo.
Hipocresía eterna azota a la ciudad despierta. Yo despierta me arrepiento de haber dejado la cama. Ahora sólo puedo decidir: o me desencanto de mi líder natural y me rindo a la más profunda soledad y angustia; o sigo como hasta ahora, dueña de un filtro único y espectacular que me permite ver todo lo que somos y jamás podré cambiar.

arte*

El arte no es ser bohemio. El arte no es ser bohemio, no es ser libre, no es ser nada. El arte es arte porque es arte.
Infinidades de veces, infinidades de humanos, infinidades de de tiempos insistieron en marcar al arte como algo, como lo que era o como lo que no era; o como lo que era con lo que no era. Soberbios críticos y artistas de un arte comprendido por sus compañeros crearon la farsa del arte y del “no arte”. Si insistimos en que la nada no existe entonces, ¿por qué el “no arte” debería ser real?
Los magnánimos y todopoderosos comentarios deciden qué complace al arte y qué lo destruye. ¿O es qué la destruye?
El arte es hombre, es reacio y formal. El arte expresa, oculta y es realidad. El arte explica, confunde y conmociona (o emociona). El arte es eso que todos queremos pero no podemos ni debemos explicar.
¿Quién les dijo que el arte es hombre? Tal vez sea una sirena difícil de domar, oculta detrás de su “a” inicial para no ser descubierta en realidad.
¿Quién les dijo que es reacio? Si yo no me opongo a nada, sólo quiero un nuevo idioma para (de)mostrar.
¿Quién les dijo que es formal? ¿Quién les dijo que es informal?
¿Quién les dijo que expresa? Quizás sólo sea por ser, como cuando en blanco “pensamos”, y la mente está por estar.
¿Quién les dijo que oculta? Si bien las palabras son pocas, las imágenes son ingenuas y los sonidos austeros, es claro que muchos de ellos nos muestran cosas que la mente y el alma ya no pueden ocultar.
¿Quién les dijo que es realidad? La fantasía más absurda se encuentra en la maravillosa estela del arte en general.
¿Quién les dijo que explica? ¿Alguien entiende al alma en estado puro, al amor sin besos, al aire de fresco otoño como el diccionario los nombra?
¿Quién les dijo que confunde? ¿Alguien alguna vez pudo perder el mensaje de las flores como belleza, o de un sol negro de lluvia, o de un estruendoso final de ópera?
¿Quién les dijo que conmociona? No hay sensación más placentera que, como después del sexo tras el amor, surge del final de la última línea de un texto mágico, de la última nota de una melodía eternamente nuestra, del último sentido de ka imagen más intensa. (¿Quién les dijo que emociona? Si no hay frío más eterno que el de un best seller taquillero, que el de un plástico infinito, que el de un cliché discográfico.)
El arte no se explica porque no se quiere. No poder explicar el arte es una excusa de los incoherentes e ineptos “expertos”, que bajo sus miedos más intensos, se ocultan bajo la frazada al momento de patear el penal en el minuto 90 de la gran final.
Para eso estamos nosotros, los excelsos lectores, espectadores, escuchas. Nosotros, los soberbios que nos animamos a perder esos miedos, o a pasarlos por encima (a patear el penal al ángulo con fuerza, arriesgándonos a la abucheada más letal). Nosotros, los que explicamos al arte que es arte por ser tal, más allá de los delirios de los demás.

ayer*

¿Sabes qué hicimos ayer? ¿No lo recuerdas? No te preocupes, acabarás por recordarlo. No es tan difícil de explicar.
Sonó el despertador y me besaste como todas las mañanas. Te levantaste y sonreíste a una ventana gris. Admiraste el paisaje urbano que opacaba nuestro estilo country interior. Caminaste sincero hasta la cocina y repetiste la rutina diaria tan preciada. Podrías dormir media hora más, siempre te lo dije, pero preferís tu desayuno completo y caliente.
Pero para variar, preparaste uno para mí y, media hora más tarde, me despertaste con una bandeja en la que sólo vi una flor. Sonreí, pero no a un paisaje frío y gris, sino a una esplendorosa vista llena de sol y luz. Quizás demasiada luz.
Después de disfrutar de tu alma en la forma de un café doble fuerte, me levanté y empecé con una rutina que ya habías logrado romper. El día fue igual al día anterior para todo el mundo menos para mí. Destrozaste mi coherencia diaria, mi sabida escala horaria, que empezaba con dormir y terminaba, bueno, con dormir.
¿Sabes que hicimos ayer? ¿No lo recuerdas? Dejamos de lado al mundo y, como el mundo es mundo si nosotros lo vemos y lo creamos con nuestra vista día a día, ayer destruimos el mundo.